Casi con toda probabilidad
era de Villamanrique de la Condesa el peón arenero del Guadalquivir que inspiró
nada menos que al insigne y malogrado compositor Manuel Font de Anta la marcha
procesional “Soleá dame la mano”.
El oficio de arenero era
durísimo y legendario. En la escala laboral estaba más abajo que el de albañil.
Pero resultaba indispensable para la construcción. La arena la sacaban a mano
de las aguas del río y la transportaban sobre la cabeza en espuertas de palma
protegiéndola para ello con casquetes de fieltro recortado de sombreros viejos.
Trabajaban descalzos y semidesnudos como galeotes sumergidos hasta la cintura.
Era profesión de
cualificación escasa que se nutría de mano de obra joven de los barrios y
pueblos ribereños del Guadalquivir y de la Marisma.
Paco se llamaba el arenero
de esta historia, de acuerdo con las confidencias que hizo Manuel Font de Anta
a Julio, su hermano menor, a quien yo entrevisté para un programas de cofradías
de Radio Nacional a mediados de la década de los cincuenta del pasado siglo.
Era muy conocido en los
muelles y en los recodos del cauce fluvial donde se iba a depositar la grava.
Por no sé qué desventurada contingencia había dado con sus huesos en la cárcel que
todavía se alzaba en la calle del Pópulo que hoy se denomina Pastor y Landero
ocupando la manzana de pisos donde luego se dedicaron los bajos al mercado del Arenal.
A las claritas de una mañana
de Viernes Santo cuando la Esperanza de Triana iba de regreso y pasó ante el
centro penitenciario, le cantó la saeta que inspiró al músico:
Solea, dame la mano
por la reja de la cárcel
que somos muchos hermanos,
huérfanos de padre y madre.
Era un quejido hondo, serio,
que taladraba la epidermis y hería el corazón.
Era una saeta manriqueña. La
que había oído Paco en su pueblo desde que era chico, antes de tenerse que ir a
la ciudad en busca de trabajo que
le proporcionara sustento para él y su familia.
Yo me había preguntado
muchas veces porqué la saeta que sirvió para que Font de Anta compusiera la
elogiada marcha procesional y que figura manuscrita en la primera hoja de la
partitura iba dirigida a la Soledad y no a la Esperanza.
Supuse que el preso era de
Marchena, en cuya Semana Santa aparece una Virgen de la Soledad desde el siglo
XVI pero no he encontrado datos que acrediten en aquella época el trabajo de
ningún marchenero en las arenas del río.
Otros autores y tratadistas
se habían preguntado lo mismo. Entre ellos Luis Melgar y Ángel Marín Rijula
que, en su libro Saetas, Pregones y Romances Litúrgicos cordobeses, escriben
que el término “saeta carcelera” se debe quizás a que soledad y cárcel se unen
en un mismo dolor.
Sin embargo, la respuesta
que me parece cierta la encontré en la página 157 del libro del profesor Juan
Márquez Fernández “Historia de la Hermandad de la Santa Vera Cruz de
Villamanrique de la Condesa” que la reproduce tras haber descrito la forma
métrica y el esquema de la rima de este canto peculiar interpretado desde la
prisión pero distinto a las saetas llamadas carceleras que tienen cinco versos
ya que éste dispone solamente de cuatro:
Solea, dame la mano
por la reja de la cárcel
que somos muchos hermanos,
huérfanos de padre y madre.
Escribí en mi libro “Días de
cofradías” en el capítulo Font de Anta contado por Font de Anta, que el músico Igor
Stravinsky estuvo en Sevilla en la Primavera de 1921, deseoso de admirar la Semana
Santa, de la que sólo conocía los testimonios escritos de los viajeros
románticos.
Vino procedente de París,
acompañado de su íntimo amigo y colaborador Diaghilev, el creador de los
ballets rusos, con quien trabajó en El pájaro de fuego y La consagración de la
primavera.
Stravinsky y Diaghilev se
alojaron en el hotel Madrid y tuvieron en Juan Lafita, otro periodista
cultísimo y políglota un cicerone excepcional.
Y fue presenciando el
desfile de la cofradía de San Bernardo por la Puerta de la Carne, cuando Igor
Stravinsky, al escuchar la marcha Soleá, dame la mano, que interpretaba la
Banda Municipal de Música detrás del paso de la Virgen del Refugio, le dijo a
su amigo Diaghilev:
“Estoy escuchando lo que veo
y viendo lo que escucho”.
Juan Lafita comentó después
este elogio en las siempre animadas tertulias del ateneo hispalense como homenaje
al compositor sevillano y a Julio, ateneísta también, le faltó tiempo para
llevarlo a sus tres hermanas que, en la casa en que vivían en la calle Miguel
Cid, me lo contaron a mí.
La saeta de un recluido en
un centro de detención que se hacía música procesional. El cante ancestral de
raíces profundas, mitad oración, mitad notas musicales adecuadas a la expresión
vocal, que dormía en el subconsciente del joven preso desde que llegó a sus
oídos cualquier viernes santo de su lejana infancia, en el pueblo de sus
mayores, se había convertido en la partitura magistral que elogiaba el
compositor extranjero.
Es una suposición, desde luego, pero qué hermoso es darla por sucedida en la vida real.