¿En cuántas delanteras de paso de virgen aparece ?... ¿Y
en cuántos retablos majestuosos de iglesias y conventos?...
Difícilmente podemos trasponer la puerta en sombras de
cualquier cenobio hispalense tras haber cruzado el compás que generalmente se
extiende ante ellas sin que nuestra mirada caiga en su representación
escultórica o iconográfica.
Siempre la misma representación de la madre de Dios,
concebida sin mancha, envuelta en vaporosos ropajes, con la melena suelta y las
manos a la altura del pecho en postura de oración.
En Sevilla se sabe por qué esto es así.
Y se recuerda para ello la alegoría del Apocalipsis
describiendo a la mujer vestida de sol con la luna debajo de sus pies y sobre
su cabeza una corona de doce estrellas que recuerdan el número de las tribus de
Israel… y se interpreta la vestidura como la gloria de la divina maternidad… y
el pedestal de la luna como señorío soberano o realeza.
Murillo lo supo. Y Juan Martínez Montañés. Y el primero
buscó en su paleta de pintor los mejores azules para hacerlos celestes. Y el
segundo inventó brisas perfumadas de campo y de mar para que formasen las
ondulaciones suaves de la túnica que tallaba para la Madre de Dios.
Y ya no hubo otra representación mejor de la Inmaculada
ni en el cuadro, ni en la talla. Ni para armonizar colores, ni para modelar las
formas.
Por eso se envanecía el escultor. Y por lo mismo a
Bartolomé Esteban le llamaron el pintor de la Inmaculada porque, como le
escribiera Manuel Agustín Príncipe, en el soneto que se publicó al erigirse en la plaza del Museo su
monumento,
“Oh, cuántas veces, en amargo duelo,
de la Madre de Dios, la faz riente,
en tus cuadros colmó la pena mía.
A unos inspiran ángeles del Cielo.
A otros inspira Dios Omnipotente:
¡A ti, Murillo, te inspiró María!”
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