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Lo peor que le puede ocurrir al Desfile es que llueva. Pero
hay otros aspectos que aún pueden empeorar lo anterior: Que no haya dinero para
cargar en el surtidor los depósitos de los carros de combate… que por la misma
razón de austeridad económica no puedan volar las aeronaves… que no haya
soldaditos debidamente entrenados… que nombren como comentarista a un militar
provisto a los efectos de un aterrador mazo de folios con la historia de todas
las unidades, de todos los modelos de armamento y de todos los sucesos destacables de las
Fuerzas Armadas en el último año a los que se empeñe en dar lectura pase lo que
pase…que los comentaristas civiles, ella y él, no hayan pisado nunca un
cuartel, y que los dos se hayan aprendido la letra y las circunstancias de creación
de “La muerte no es final” y se las zampen por enésima vez a los sufridos telespectadores.
Algo de eso sucedió en la última Parada Militar que fue
de bufanda y aspirina y en la que hubo más guardias y reservistas que soldados.
Eso sí, perfectamente entrenados, marciales y bizarros hasta la ejemplaridad.
Asistieron las infantitas. Monísimas. Una de rojo y la otra de azul. Las dos
Españas escribieron los comentaristas que no hallaron cosa de mayor enjundia para
sus análisis apresurados.
El Rey que estuvo muy en su papel de militar de Academia se puso como una sopa hasta que
al término de los actos lo recogió el histórico cochazo que utiliza la Casa de
Su Majestad para estos eventos. Un vehículo que no dejó de soltar una
preocupante humareda por su tubo de escape, mientras aguardaba a ralentí que el
escuadrón de la Guardia Real iniciara el regreso.
Si yo fuera el monarca, mañana lo llevaba al taller.
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