Pues la
verdad era que se notaba distinto, raro. Y no le dolía la cabeza. Ni tenía
fiebre. Ni se les arrastraban en el oído las últimas palabras agrias del cambio
de impresiones con su pareja. Y no le molestaba nada.
Se asomó al
ventanal que daba a la gran avenida y le pareció oscura. Con las luces de los
faros de los automóviles dibujando oscilantes curvaturas ante ellos. El
alumbrado urbano funcionaba aun y el día se anunciaba claro con un cielo que
estiraba el azul como un velo transparente por encima de azoteas y tejados.
Pero él había creído ver una amenazante nube negra colgada sobre el horizonte.
Al
entrar en el edificio, antes de llegar
al ascensor, le había parecido que el portero uniformado que le saludaba servil
cada mañana y le ofrecía el mazo de periódicos del día, se había levantado
perezosamente de su asiento con menor prontitud que otras veces y su sonrisa habitual había sido sustituida por
una indefinible mueca.
Reinaba un
silencio extraño. Como premonitorio de un gran estallido.
Podría
comentarlo con su jefe cuyo despachó se abría unos metros más arriba del
pasillo, pero lo dejaría para más tarde. Consultó su reloj. Era temprano. Su
jefe solía llegar mediada la mañana.
De pronto se
sorprendió. Percibió su inconfundible carraspeo. Qué raro. El todopoderoso
director de aquel negociado había llegado antes que él. Eso no había sucedido
nunca.
Se sentó ante
su mesa y encendió el ordenador. Mientras se calentaba la pantalla, abrió el
primer rotativo que distraídamente había dejado encima y comprendió que en la
primera página aparecía la respuesta que justificaba su creciente alarma.
¡Qué cabeza
la suya!.. Había olvidado que se habían celebrado elecciones y su partido por
primera vez en casi cuarenta años las acababa de perder.