Aznar ha reaparecido sin bigote. Tal vez siguiendo la
recomendación de sus asesores. Así la famélica legión que no lo votará nunca se
queda sin referente a quien culpar sus males.
El Tío del bigote no está. Pero,
con bigote o sin él, es el político de siempre: hábil y forjado en la tribuna,
con recursos gestuales y de voz, aunque
los quiebros inoportunos de su expresión vocal le traicionen de vez en cuando, proporcionando, a la vez,
impagables recursos a sus imitadores divertidos.
El orador Aznar me recuerda al Santiago Carrillo de sus
mejores tiempos que, con cuatro ideas fuerza, anotadas en una octavilla, era capaz de
enhebrar un discurso vibrante y apasionado.
Arriola, el gurú confesor de don Mariano, ha debido
recomendar esta irrupción que ha disfrutado de un bien orquestado eco mediático
y a la que, en el seno de su partido, conceden una suculenta aportación de
votos el día de las elecciones.
Yo no estaría tan seguro. Para muchos el señor Aznar, sin
ni siquiera entrar en su biografía ni en sus relaciones internacionales, despierta
un rechazo visceral irreprimible.
Debe ser un pecado mortal inconfesable entre las filas
peperas proclamar que mejor estaría quedándose en su casa y allí debió recluirse hace tiempo en vez de
protegerse en esa asociación Faes que pocos saben para qué sirve y menos cuánto
cobran los que toman asiento en sus mullidos despachos.
Pero allí, mientras sus compañeros de Gobierno se
afanaban en coser y recoser los tijeretazos que había dejado Zapatero antes de
irse a comer con el de la Coleta, ha tenido tiempo para subir de grado su
simpatía patológica y volver a la escena política para echar a los suyos una
bronca de las que levantan humo.
¿Cuántos votos va a levantar con esta postura?... Agrio,
suficiente, soberbio, seco?... Si por lo menos hubiese dejado crecer su apéndice
labial con uno de esos mostachos a lo Kaiser con las guías alargadas y hacia
arriba…
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