He salido a su encuentro y no me he perdido por ninguno de los rincones del
viario urbano que, según los omnímodos dictados del Ateneo, habrá de recorrer
este año la Cabalgata, sino que me he ido directamente a los libros sagrados
que es donde se acredita su indudable existencia.
Lo he hecho abriendo mi biblia que es un ejemplar de la Nácar Colunga, ya
un tanto ajado por el frecuente manoseo, por la página 1042 y leyendo la
descripción minuciosa que, de su adoración, lleva a cabo el evangelista Mateo,
aquel arrendador de las alcabalas de Cafarnaúm, publicano conocido también como
Leví, cuyo oficio y para entendernos mejor con el lenguaje de nuestros días,
podríamos traducir diciendo que correspondía a un funcionario de Hacienda de
los que, de haber vivido en nuestra época, tal vez podríamos encontrar
atendiéndonos tras su ventanilla para aclararnos algún aspecto del Iva o de la
declaración anual de rentas.
Mateo, como luego lo hiciera Lucas, otro de los que recogieron por escrito
las andanzas de Jesucristo desde su nacimiento, confirma que los magos llegaron
de Oriente, no precisa exactamente que fueran tres, pero sí que dejaron tres
regalos: oro, incienso y mirra, de ahí el número deducido de los regios
visitantes, más astrólogos estrelleros que monarcas coronados que, desde sus
países orientales, siempre siguiendo el rumbo de la estrella, habían viajado
tanto tiempo para postrarse de hinojos ante el Niño recién nacido que, cuando
llegaron, ya no estaba éste en la cueva donde María lo alumbrara, sino en una casa en Belén y se supone que más
crecidito.
Sus nombres aparecieron por vez primera en un mosaico bizantino encontrado
en Rávena el año 520. Melchor lleva el incienso, Gaspar, el oro y Baltasar, la
mirra. Todos son blancos. Y este último casi un chiquillo.
Baltasar no fue negro hasta el siglo dieciséis. Una decisión representativa
que obedeció a eclesiales necesidades ecuménicas.
Sus restos, o, al menos, los restos que se supone que lo son, se guardan en
un espléndido sarcófago en la catedral alemana de Colonia. Francisco Narbona,
mi recordado director del Centro territorial en Andalucía de Televisión
Española, me dijo que los había visto, cuando fue abierto a comienzos de la
década de los ochenta y que corresponden a tres varones de unos quince, treinta
y sesenta años de edad.
Sus espíritus protagonizan todos los cinco de enero luminosas cabalgatas
cargadas de regalos.
Lo hacen así desde 1918 y se lo pidieron por esa vez primera a un poeta y
ateneísta que se llamaba José María Izquierdo, pero firmaba Jacinto Ilusión.
Hoy me ha dado por escribir cosas que quienes me lean saben de sobras. Que
la visita a sus hogares sea generosa. Dejen tres copas de anís y un poco de
paja para los camellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario