Guardo las tarjetas censales que acreditan mi inscripción
y la de mi parienta para votar y me informan donde debo hacerlo. Las conservo
hasta que llegan otros comicios y entonces las sustituyo. En esta última
ocasión, no me atrevo a calcular cuando será eso aunque algunas voces que me
parecen acreditadas auguran que pronto.
No he faltado a ninguna convocatoria. Los que, como yo,
corrimos un día delante de los grises sabemos por experiencia la importancia de
un voto. A ese señor Cayo que tan magistralmente describió Delibes, se lo
disputaban los que subieron a la aldea donde habitaba conscientes de su valor.
El mío y el de mi santa han visto como caían en las urnas los muchachos y la
muchacha que presidían la mesa electoral que nos tocaba.
“Tiene usted voz de comentarista” me dijo uno de ellos
mientras dejaba expedita la ranura del receptáculo. Asentí halagado mientras
sus compañeros le explicaban sucintamente mi personalidad, pero yo me quedé con
la sustitución de la palabra. “No me ve como locutor, pensé, sino como
comentarista”.
El tiempo y las maneras de hablar sustituyen los
vocablos. Antonio Burgos escribía el otro día que todos los que habían pedido
su voto le habían tuteado. Yo no me extraño. También me tutea la femenina voz
de cadencias americanas cuando me telefonea, por supuesto en momentos
intempestivos, para venderme algo y hace mucho, muchísimas décadas, que nadie
me llama señor. A lo sumo se dirigen a mí nombrándome “caballero”. Lo mismito
que el guardia cuando te detiene para ponerte una multa.
Yo sustituyo la tarjeta censal. Ellos, las palabras. Y, mientras
tanto, unos y otros, los españolitos que así hablamos y votamos, no somos capaces de ponerle sencillas las
cosas a Rajoy para sustituir un gobierno con facilidad.
Me apuesto algo a que Susana le quita el puesto a Soraya.
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