Esa cola luminosa que fue dejando la estrella conductora
de los enigmáticos personajes que visitaron a Dios acabado de hacerse niño en Belén
y que hoy todavía estudian los sesudos investigadores del hecho bíblico, que
relata el apóstol Mateo, sin encontrarle explicación plausible, deja también,
cada año, un impalpable reguero de felicidad.
Escrito esto así puede parecer un rezagado y obsoleto
comentario sobre la llamada fiesta de la ilusión, pero no es tal. Cuando los matrimonios
que resisten el vendaval de las separaciones permanecen unidos, a sus vástagos
pueden ofrecerles las mentiras golosas de las visitas imposibles de los tres
monarcas cargados de juguetes cuya presencia se acredita dejándoles tres copas
de anís y unos dulces navideños al lado de los zapatos.
Esto era lo tradicional que, pese a todos los intentos de
descrédito, se mantiene hasta nuestros días. Con sustanciales alteraciones generacionales
inevitables. Los niños crecen, se hacen adultos y nuevos críos ocupan el puesto
de los anteriores.
Los padres se hacen abuelos y, al llegar al otoño de sus
vidas, ocupan el mágico ámbito artificial de la superchería que antes se
reservaba exclusivamente a la inocente credulidad de la infancia.
Los Reyes Magos me han traído este año, entre los regalos
esperados, algunos objetos sorprendentes: las misivas de acompañamiento con las
que mis nietos suplantaban a los regios mensajeros firmando como ellos.
Cartas redactadas en el ordenador contagiadas de las
nuevas grafías de la comunicación a través de móvil, pero confeccionadas con terminología
ampulosa simulando estar escapadas del dictado de Melchor, Gaspar y Baltasar.
Para mí es la estela de los magos. El mejor regalo que
podría haberles pedido en esta ocasión..
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