Los niños de mi época cuando queríamos fastidiar a alguno
de la pandilla le amenazábamos con decirle quienes eran los Reyes Magos, señal
evidente de que se trataba de un secreto bastante conocido que se guardaba por conveniencia.
Todavía no había llegado Papa Noel ni ninguno de los competidores
de los regios personajes que hoy se adelantan a su visita con el inocente (pero
menos) propósito de que los regalos se
multipliquen por dos.
No había más reyes que los reyes y tampoco eran monarcas sino
astrónomos anticipados a los modernos telescopios y a los satélites
artificiales que confunden su brillo con
el de las estrellas en las despejadas noches de la sequía.
Una chiquilla morenilla con los ojos muy negros y muy
grandes miraba sentada en el primer peldaño de una escalera el espectáculo luminoso
de la noche estrellada. Me dijo que se sentía bien y que estaba segura de que allí
había vida.
El Rey Alfonso décimo que era sabio y poeta probablemente
lo creía también cuando ejercía como estrellero en sus horas libres en los
Alcázares sevillanos.
Mirando a las estrellas supieron los tres enigmáticos
personajes que se reproducen en todas las Cabalgatas el nacimiento del Niño
Dios. Menos Artaban, el cuarto rey, que llegó tarde.
Pero tampoco estamos seguros de que fueran cuatro. San
Mateo que es el único evangelista que refiere la visita, no lo aclara. Y ya, en
nuestro tiempo, el Pontífice emérito Benedicto XVI tampoco se entretiene en
eso, aunque descubre que sus meditaciones le llevan a concluir que eran
andaluces de Tartesos y así lo escribió en un libro sobre la infancia de Jesús
que hace unos años le publicó Planeta.
(Por eso he titulado este texto no con error ortográfico
de los que hoy abundan hasta en la tele
cuando el redactor de rótulos escribe
“detrás suyo” o “delante suyo”, sino a propósito. Mago se escribe con ge
y Majo con jota. Hasta ahí llego)
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