No llegó en carreta, sino en
helicóptero. No se movió en un charré, sino en automóvil. No coronó con su
silueta la vaticana Columnata de Bernini, sino que se asomó al balcón que le
había diseñado Luis Becerra y construido el almonteño Matías Aceitón. Momentos
antes se había arrodillado en el interior del Santuario a los pies de la Blanca Paloma flanqueado por el
obispo de la diócesis onubense Rafael González Moralejo y su auxiliar, que
luego sería su sucesor, Ignacio Noguer Carmona.
Desde atrás, también con las
dos rodillas en tierra, tenía el privilegio de contemplarle de cerca el
presidente entonces de la Hermandad Matriz ,
Ángel Díaz de la Serna.
Era mediados de Junio. Y
hacía mucho calor. Pero el gentío que se fue congregando desde el mediodía en
la explanada que se extiende ante la puerta del Santuario por la que sale la Virgen cada Lunes de
Pentecostés parecía no reparar en ello. También era lunes. Desde los cuatro
puntos cardinales de España habían llegado rocieros para vivir el momento
histórico: la primera vez que el Vicario de Cristo visitaba el Rocío.
Impaciente espera porque el
Pontífice había de trasladarse antes a los lugares colombinos. La previsión
protocolaria fijaba su llegada al helipuerto ocasional de la aldea almonteña, instalado
en el campo de futbol, a las seis y veinte de la tarde, pero el helicóptero
papal y los otros cinco que ocupaban las personalidades de su séquito no
aterrizaron hasta las siete menos diez.
La muchedumbre, en ese
momento, a solicitud del canónigo de la Catedral de Huelva, Antonio Bueno, saludó la
aparición agitando banderas y pronto se fundieron con el repique del santuario los de todos los campaniles de las capillas de las hermandades filiales y los
gritos de ¡viva el Papa rociero!.
Fijaba igualmente el
protocolo que la estancia durase hora y media y que Juan Pablo segundo la diese
por concluida a las ocho menos veinte trasladándose entonces de vuelta al
helipuerto. No sucedió así. El Papa se marchó pasadas las ocho. Y se le notaba
que no le apetecía irse.
Era su primera visita al Rocío. Desde el interior de
la unidad móvil, donde tenía mi puesto de comentarista, contemplé cómo, en medio
de la inevitable nube de polvo, se alejaban los automóviles que devolvían al
Vicario de Cristo al espacio deportivo de la aldea donde le esperaba el
helicóptero que le llevaría de regreso a Sevilla: Un Superpuma, con cuatro
sitios en la cabina delantera y ocho detrás.
En Sevilla, en Huelva, en los lugares colombinos y en la aldea que preside la Blanca Paloma lo había llenado todo. Incluso hoy, un cuarto de siglo después, colma la sucesión de
escenas que evoco y todas desfilan por mi memoria como desvaídas al lado de una
imagen deslumbrante: El Papa, entre dos obispos, orando, arrodillado, ante la Virgen del Rocío.
Algo le diría la Señora cuando, al
incorporarse, pronunció esa frase que ha permanecido como conclusión después de la visita: “Que todo el mundo sea rociero”
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