Un portal de Internet en
el que se publican anécdotas y sucesos curiosos de la ciudad, ha recogido una
anécdota mía con la Macarena y la ha colgado recientemente prestándole
difusión.
Como el texto original, que tiene la extensión precisa para narrar el
sucedido con claridad, ha debido parecer demasiado largo a los autores de esta
página digital lo han reducido como les ha parecido mejor.
Agradezco mucho la atención que
me prestan y, como complemento, traigo a este blog la descripción completa que
fue dada a la luz formando parte de un capítulo de mi libro Días de Cofradías.
OTRA
CITA CON LA MACARENA
Me atreví a
trasladar a mi pregón de Semana Santa del año noventa algunas páginas
escondidas e íntimas de mi vida cofrade.
Supuse que era un
procedimiento adecuado para conseguir algunos de los propósitos que me había
trazado para escribirlo. Entre ellos lograr una pieza oratoria de cierto
populismo, pero con abierta sinceridad. Aun respetándolos, no me importaban
mucho el análisis de los puristas, ni el de la élite de los que se entregan a
su crítica despiezándolo y sometiendolo a la diagnosis de la lupa y el
microscopio.
Tampoco me apetecía entregarme
sesudamente a la redacción de una tesis doctoral, llena de citas y llamadas a
pié de página. Y, como tenía el firme convencimiento de no poder alcanzar la
altura tanto de originalidad de conceptos como de riqueza en la expresión a que
habían llegado muchos de los oradores que me habían precedido, decidí rescatar
estas vivencias arañando la profundidad de mis sentimientos más queridos.
Por eso conté lo de la Macarena.
Y fue una sorpresa para todos. Para
mi familia. Para mis amigos cofrades.
Y para mi Hermandad del Calvario a
la que debo agradecer el no haberme reconvenido cuando lo supo, si bien algún
que otro hermano veterano no pudo evitar, de vez en cuando, la indirecta que se
endulza con el aderezo de la broma o el comentario superficial.
Que el Diputado Mayor de Gobierno de
la Cofradía se escapara todas las Madrugadas para ver a la Macarena era muy
serio. Y muy duro para los oídos de los componentes de la severa Hermandad de
la Magdalena.
Aunque la deserción fuera
transitoria. Aunque tuviera lugar dentro de la Catedral. Y aunque se añadieran
otro tipo de atenuantes diversos tales como el sigilo, la absoluta ausencia de
repercusiones negativas y que el segundo Celador General asumía la
responsabilidad total durante esos escasos minutos que duraba la ausencia.
Tenía que contarlo. Había llegado a
la conclusión personal de que todo pregonero tiene que desnudarse como cofrade
sobre el escenario porque le debe al inteligente y culto público que le escucha
hasta la última gota de su verdad. Y lo hice.
Años más tarde, la Junta de Gobierno
de la Hermandad del Santo Rosario, Sentencia de Cristo y María Santísima de la
Esperanza me hace el honor de encargarme la Exaltación del Cuarto Centenario de
la Hermandad.
Y, cuando la estaba preparando, me
pongo a meditar en pasadas vivencias que habían dejado profundas huellas en mi
sensibilidad y aflora, por encima de todas, la de los encuentros con la Virgen
en la Puerta de los Palos. Es decir, la escena que había trasladado a mi
Pregón. Y caigo en la cuenta, con desoladora nostalgia, que eso sería
irrepetible.
Yo no soy el Celador General del
Calvario. Ni creo que lo vaya a ser nunca más. Y menos aun podría ser elegido
por la Hermandad para desempeñar tal puesto con los mentados antecedentes que,
por muy devocionales que puedan ser considerados, conforman una severa nota
negativa.
La constatación de esta cruel
realidad me entristece y, al tiempo, me motiva. Y lo llevo al papel. Y hasta me
inspira un romance en octosílabos en el que me duelo ante la Virgen porque ya
no coincidiré más con Ella en ese instante mágico diciendole, entre otras cosas,
... Yo no podré vestir nunca
la túnica macarena.
No porque soy como el árbol
aquel de las hojas secas
el que pusieron adusto
de un árbol verde a la
vera.
El renegrido del fuego
el enlutado de pena,
el del ruán y el esparto
de la mayor penitencia.
Pero me atrevo a pedirle
un imposible a mi Regla:
que me permita que torne
aunque una vez sólo sea,
entre columnas perdido,
hasta acercarme a la Puerta
que llaman Puerta de Palos
y es para mí Puerta Etérea
cuando
a la puerta se asoma
toda la luz macarena.
Y que, otra vez, por
ensalmo,
aquella cita volviera,
yo con mi negro de luto,
Ella vestida de Reina,
como en los años huidos
cuando dejaba las huellas
de la Hermandad penitente
porque tenía que verla,
porque rezaban mis labios
Ave María Gratia Plena,
porque por fuerza tenía
que contemplar su belleza
con las ojeras moradas
con el cansancio en sus
venas
pero más guapa que nadie,
más Virgen, más...
Macarena.
El verso seguía porque la cita
imposible daba para mucho más desmenuzando la nostalgia de que aquello no
habría de repetirse nunca.
Pero, como la Virgen es así, decidió
lo contrario. Y en la Semana Santa de ese mismo año, 1995, la madrugada se
presentó con lluvia intermitente.
El Calvario se echó a la calle a su
hora habitual aprovechando una pausa bonancible.
Caminando más deprisa que otras
veces, ante un público con paraguas e impermeables, se alcanzó la Catedral. Yo
iba en el puesto habitual que ocupo en los últimos tiempos y, al enfilar la
nave por la que se sale a la plaza de la Virgen de los Reyes me dio un vuelco
el corazón: Allí, en la Puerta de los Palos, me estaba esperando la Macarena.
Fue la noche insólita de las dos
Esperanzas. Se quedó el paso de la Macarena, para preservarlo de la lluvia,
poco antes de trasponer la puerta y, después de que el Calvario pasara, se hubo
de quedar también el paso de la Esperanza de Triana porque arreció el agua
cuando iba a salir.
Las dos Esperanzas frente a frente.
La Virgen retratada en el oro de la Macarena y en la plata refulgente de
Triana. El momento inesperado e histórico que recogerían ávidamente para
perpetuarlo fotógrafos y cámaras de vídeo y televisión. Pero eso fue después.
Los nazarenos de la Cofradía de la Magdalena lo supimos ya de mañana, ultimada
la estación penitencial. Cuando salimos de la Catedral, la Macarena estaba
sola. Como si estuviera cansada de tanto ajetreo y de la inclemencia de la
noche y se hubiera quedado allí haciendo lo que no hace nunca: aguardar que
desfilasen ante Ella los nazarenos negros que van detrás. La Macarena se había
quedado esperando.