Meter una palabreja inglesa en el titular de este
comentario puede considerarse una cursilería, pero pienso que la opinión se
desvanece ante el recuerdo que ha dejado el festejo abrileño con el que se abre
el abono maestrante.
Son incuestionables las alteraciones experimentadas en el
ambiente de cada corrida. Desde los tiempos de la revista ilustrada “La Lidia”
a nuestros días, el público es distinto y diferente también su comportamiento.
El espectáculo se ha ido adaptando a su cultura y se han suavizado actitudes
irracionales y brutales exigencias.
Las fuerzas policiales no tienen que desalojar el ruedo
antes de la hora del comienzo y solo permanece su recuerdo en los enlutados
alguacilillos que lo abren vestidos a la usanza de los servidores del orden con
el atuendo de la época de su ejercicio cotidiano que era la del rey Felipe
Cuarto: el uniforme de pana, la capa, la golilla y las botas altas.
Los toros no destripan caballos y el toreo ha engordado
sus tratados escritos. Muy numerosos desde los tiempos de los Anales del
Marqués de Tablantes.
Pero su protagonista esencial es la fiera, el bóvido
encornado con sangre brava. Donde está el toro está el toreo, que creo que dijo
una vez Juan Belmonte. Y si el toro no
está, ese arte arriesgado ejecutado ante la amenaza de dos afiladas navajas
irracionales que son las defensas del animal, no puede llevarse a cabo. O se
ejecuta de manera tan descafeinada, tan light, que aburre hasta a las ovejas.
Esto sucedió en la corrida de Resurrección en la
Maestranza. Plaza llena. Gente guapa. Tendidos de revista de colorines y tres
espadas de lujo. Pero seis animales criados para embestir con la mínima dosis
de sangre brava. Justitos de presencia, justitos de acometividad, justitos de
fuerza... Y el último enamorado del culito de Roca Rey que acarició suavemente
con uno de sus pitones.
Cuando Manolo Morilla apoderaba a Jesulin de Ubrique y se
peleó con él, lo desafió toreando él la corrida que le había contratado. Y, a
pesar de su cojera, lo hizo. Yo lo vi en televisión.
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