Los que lo conocimos lo recordamos con nostalgia. Una
romería con menos gente, con menos vallas, con menos prohibiciones, con otro
horario más racional, con menos niños a caballo sin saber montar y con mucha,
muchísima, más religiosidad.
Ese Rocío, el de las presentaciones de las hermandades en
la tarde del sábado y la salida de la Virgen cuando acababa de estrenarse el
sol en el cielo, se perdió y ya no se
recuperará.
Se ha pasado de una peregrinación cómoda, casi íntima, a una
concentración innumerable de peregrinos y, lo que es peor, se ha dejado atrás
una parte no desdeñable de la motivación religiosa a la que ha sustituido la
falta de compromiso cristiano y la trivialización de la fe de quienes se encomiendan
hoy a la Madre de Dios.
Ya es airear reliquias sonoras volver a cantar las
sevillanas del canónigo, impulsor de la
coronación de la imagen, Muñoz y Pabón ( “la Virgen del Rocío no es obra
humana, que bajó de los Cielos una mañana. Eso sería para ser reina y madre de
Andalucía.” ) y los
sacerdotes que siguen siendo alzados en hombros por los componentes de las
hermandades que visita la Señora en la mañana del lunes, en vez de entonar la
Salve con todos ellos, como siempre se hizo, le gritan eso de ¡Rocío, guapa,
guapa, guapa! que tiene resonancias de estadios deportivos.
Se decían Misas en las tres caras del altar donde se
hallaba depositado el baldaquino de salida de la Blanca Paloma mientras algún
clérigo que habitualmente era franciscano trataba de calmar con su oratoria la
impaciencia de los almonteños. El reloj
solía marcar entonces las primeras horas del alba.
Hoy ha desaparecido el
altar. El baldaquino aguarda solo
en el despoblado presbiterio a que la turba vaya por él. Y ésta, la turba,
difícilmente es contenida hasta que el simpecado de la Hermanad Matriz entra en
el templo tras el Rosario de la noche del domingo. El reloj de la procesión se
ha adelantado unas cinco horas sobre el
horario antiguo.
Luego pasa lo que pasa. Que, por muy fuertes que estén
los que pugnan por llevar a la Reina de las Marismas en su recorrido por la
aldea, fallan las fuerzas y la Virgen cae al suelo una vez y otra.
Ante todo esto tal vez convenga recordar el sombrío
análisis del catedrático José Ortiz Díaz, pregonero de la Semana Santa de
Sevilla: son los síntomas de una fe civil.
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