Entre los recuerdos
que barajo de mi juventud figura uno,
bastante bucólico, de un paseo en coche de caballos por el interior del Parque
de María Luisa.
Íbamos por
una avenida amplia flanqueada por altos árboles. Olía a tierra mojada y, en
efecto, empezó a llover. Mi padre me había permitido que me sentase en el
pescante al lado del cochero .Manejaba un milord de alquiler de esos que,
frente al mullido asiento extendido en su trasera, colgaba otro, como una
repisa para libros, al que llamaban bigotera.
El hombre
detuvo el vehiculo y lo cubrió corriendo su capota. Pidieron que me abrigase
pasando al interior y vi cómo el auriga defendía su gorra de visera con una
funda embreada protegiéndose además con una capa impermeable que le permitía
asomar los brazos para mantener las riendas y el látigo.
Era un
cochero con un cierto aire de menestral elegancia. La gorra no era ni de
militar ni de marino. Tampoco campera ni rociera. Cubría la cabeza y, como
acabo de escribir, llevaba visera. Vestía una blusa larga, gris, de dril,
abotonada hasta el cuello, con pantalones del mismo color y botas relucientes
de media caña…
Un cochero
uniformado así llevaba todas las mañana a la Toribia que era la propietaria de los carruajes
y caballerías de la Cochera Laverán que estaba en
la esquina de las calles Baños y Goles, a dar una vuelta de inspección por las
paradas donde se situaban sus coches.
La Toribia
siempre iba sola, repantigada en el asiento trasero, con el pelo blanqueándosele
en un moño bajo y dando largas chupadas a un humeante habano.
El coche
podría aprobar cum laude la más rigurosa inspección de limpieza y corrección de
atalajes.
La cochera
de Laverán, una de las mayores empresas de vehículos de punto en la Sevilla del primer tercio
del siglo veinte, había sido fundada por Antonio Laverán y Mandement, de origen
francés, y estaba en la planta baja de un edificio modernista que orientaba
sobre la actividad a que dedicaba su espacio interior con una cabeza de caballo
que colgaba encima de su puerta principal.
Había sido
proyectado por el cuñado de Aníbal González, Antonio Gómez Millán, (nacido en 1883 y fallecido en 1956) y
construido entre 1912 y 1913.
Era un
interesante conjunto arquitectónico en el que destacaba la nave de
caballerizas, de estructura metálica, utilizada como garaje de automóviles
desde la mitad del siglo mencionado, cuyos soportes y cubierta recordaban al
Barranco.
En la calle
Zaragoza existía otra cochera sevillana, la de José Pazos, en donde guardaba, como
anunciaba su publicidad, “Los mejores
carruajes de lujo y especiales para caminos”, lo que le hacía ser “Proveedor de S.A., la Serenísima Señora
Condesa de Paris, del Casino Sevillano, del Nuevo Casino, del Círculo de
Labradores, etc.”, de todo lo cual se mostraba legítimamente orgulloso.
Esta
cochera todavía existe convertida en un
aparcamiento estable a escasos metros de
la Plaza Nueva.
Paradójicamente, en la actualidad se levanta a su lado un edificio cuya fachada
semeja ser más antigua que la que existía cuando el local funcionaba como garaje de vehículos de tracción animal,
formada por dos casas de finales del siglo XIX, fruto de la reforma que llevó a
cabo el arquitecto Vicente Traver entre 1924 y 1926 consiguiendo para ellas un
perfecto “revival” del siglo XVIII,
según documenta Alberto Villar y Movellán.
Le tengo
desde niño mucha simpatía a estos carruajes de alquiler. En Canal Sur se
estrenó una serie escrita por mí que se titulaba “Con la voz de las estatuas”
en la que jugaba un papel importante un coche de caballos. Su cochero, con
ínfulas de ciudadano cultivado, paseaba por la ciudad y se detenía ante las estatuas
más significativas empezando a contar la vida de cada personaje inmortalizado en ellas. Estos
bajaban de sus basamentos y proseguían la narración recuperando los ambientes
que habían vivido.
Se rodó con
poco dinero. El primer capitulo se dedicó a Daoiz ante su monumento en la plaza
sevillana de la Gavidia;
el segundo recordó a Gustavo Adolfo Becquer… el tercero fue en Córdoba y se
consagró a Manolete…
También en la Ciudad de los Califas hay
coches de caballos y dar un paseo a bordo de ellos por sus calles silenciosas
es un auténtico placer.
Los amantes
y defensores del patrimonio histórico andaluz ponen el grito en el cielo cuando las autoridades
turísticas locales dejan de la mano el control de la estética de estos
vehículos que se evidencia más cuando llega el verano y la armonía de diseño de
los carruajes se altera con la
colocación de esperpénticas sombrillas
entre los asientos y, en algunos casos, agrandándolas, en su afán de
proporcionar sombra, hasta convertirlas en toldos con los que han sustituido
las capotas originales convirtiendo los milords o los simones en antiestéticas
jardineras artesanas.
Se han
comparado los coches de caballos andaluces con las góndolas venecianas y nadie
imagina estas lanchas afiladas de delicadas líneas y estilo señorial
convertidas en vulgares barquichuelas de remo cubiertas por parasoles playeros y
atendidas por gondoleros carentes de uniforme.
Cuando el
coche de punto recupera la dignidad perdida con la horterada de sustituir su
cubierta original por una sombrilla redonda clavada en el suelo de la
carrocería es porque llega la
Feria y aparecen los lujosos enganches que, durante unas
jornadas, los días feriales, resucitan el mundo idílico de los antiguos
carruajes de tracción de sangre.
La febril
actividad de la vida ordinaria ha ido arrinconando a estos vehículos que
desempolvan su belleza acogiéndose al singular privilegio de Sevilla de
reactivar el mundo del coche de caballos nacido, crecido y desarrollado en una
tierra apegada a la singularidad de su tipismo.
El paseo
ferial de caballos y carruajes ni margina ni se olvida de los vehículos de
alquiler y los sitúa en cabeza de los tiros de mulas y caballos que se
escalonan según su importancia con denominaciones de jardineras, vagonetas,
cestos de vis a vis, dogs-carts, carretelas, sociables, faetones y pitters,
tirados por equinos atalajados a la calesera, a la inglesa o a la húnga.
Envueltos
en la sonería de sus cascabeles y en el gozo visual de su colorido, rodarán
estos carruajes arrastrados en limonera por un solo animal… en tronco por dos…
en tresillo por tronco y un pericón delantero… en cuartas, por dos troncos… a
la media potencia por dos caballos detrás y tres delante… a la gran potencia
por tres y tres o a la larga por dos troncos y un pericón iniciando el tiro.
Atractivos
y extraordinarios enganches cuyo paseo matinal es un peculiar museo rodante que
engrandece y rinde culto al mundo del caballo en cada cita ferial abrileña como
se hiciera en tiempos idos en el Bosque de Boulogne en Paris; en el Hydepark de Londrés; en el Prater de Viena, o
en el Bosque de la Cambre
de Bruselas.
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(Publicado
en el último número de la revista digital “SEVILLA EN TUS MANOS”)