Empieza el curso y no puedo ir con mis nietos a comprar
los libros a la calle Sierpes porque las librerías dedicadas a ello que había
en esta popularísima vía, arteria central de la vida cultural de la ciudad, han
cerrado.
De no haber sido así los habría llevado a mirar los
escaparates de Eulogio de las Heras, amplísimo establecimiento que abría sus
puertas en lo que es hoy una tienda de óptica, frente a una de las cafeterías
que aún quedan de la Cadena Catunambú.
Don Eulogio era maestro de escuela, de los docentes de
aquellos tiempos que poseían una profunda formación humanista y había aparcado
el ejercicio de su carrera para regentar estas instalaciones de su propiedad
cuya dirección compartía con un ilustre macareno, Antonio Pérez Portero.
Ambos poseían abundantísimas relaciones tanto con el
gremio de los enseñantes como con la clerecía y el mundo de las hermandades,
aunque en este aspecto eran superados por Rafael Rodriguez que, en la calle paralela,
es decir en Tetuán y dando frente al Teatro San Fernando, disponía de un local
parecido aunque muchísimo más pequeño,
la Librería religiosa que llevaba su nombre y en la que se daban cita ilustres
cofrades formando una tertulia que competía con la que funcionaba en las
oficinas de González Serna, la empresa de mudanzas que estaba en la misma
acera.
Otro mundo. En Eulogio de las Heras departían lo más
granado de los formadores escolares, con sacerdotes distinguidos en la archidiócesis
y escritores y divulgadores de libros científicos y recreativos.
En la librería de Rafael Rodríguez, que era del Silencio,
se nombraban pregoneros y se ponían y se quitaban bandas de música.
Con don Eulogio se encargaban de mantener este peculiar
ambiente Jiménez, siempre embutido en un pulcro baby y Aparicio que era del
Buen Fin y se ocupaba de tareas menos relacionadas con el público comprador.
Uno de ellos me sugirió un día que comprase la
Enciclopedia Autodidáctica de Dalmau Carlés. A disposición de mis nietos la
conservo como una joya.
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