En los casinos de los pueblos son frecuentes en estos
días las charlas entre contertulios que ponen de manifiesto las amargas
decepciones de los que votaron en un sentido y luego ven como los pactos
electorales conceden valores distintos a
sus votos y los encaminan para conseguir acuerdos con otras formaciones
políticas en sentido diferente.
Se sienten engañados. Y tienen razón. No son culpables de
que aquellos que sustentaron su misma opción no fueran a votar ese día o no
compongan el factor numérico preciso para alcanzar mayoría.
Y amenazan con lo
único que les queda: No acudir a ninguna
convocatoria más.
Es lo peor que pueden hacer pero a ver quién es el guapo
o la guapa que se atreve a rebatir sus dolidos argumentos.
Alguno llega a especular con el futuro y dibuja una
sombría amenaza. Los votantes de mañana serán los militantes de cada partido. A
lo peor el tiempo le da la razón.
Esto y el ejemplo, el mal ejemplo, del vecino o conocido
que no pegó nunca un palo al agua y que hoy medra ostensiblemente desde que se metió
en política son componentes disgregadores que enturbian el panorama.
Gana quien se lo curra y quien congrega una escogida
multitud de entusiastas que trabajan con él o ella para implantar ideas y
proyectos.
Y gana también quien lo hizo bien y aplica sin saberlo la
reflexión evangélica: “por sus obras los
conoceréis”. De aquí que los alcaldes con ejecutoria brillante hayan sido
reelegidos sin aparente esfuerzo.
Por lo demás la Democracia es sabia por su propia
dinámica. Supongamos que el dueño de un
terreno de carácter irreductible mantiene tensas relaciones con un vecino
empeñado en alterar sus linderos y con otro que se aprovecha de un pozo común.
Deja este hombre la administración a tres hijos y uno de ellos llega a un
acuerdo con el de los linderos y otro con el del pozo. Si hubiera seguido el
progenitor, esto no hubiera sido posible. ¿Está claro?
Pues apliquemos la parábola al momento político actual.