Y mucho más. Afortunadamente. La revelación de este
torero tiene que dar mucho que hablar. Pero yo aquí proyecto hoy desviar el
tema a una cierta comparación de las aficiones de Madrid y Sevilla.
Porque Aguado antes de que formara el lío en la
Maestranza tenía firmada su comparecencia en las Ventas. Y eso sucedió ayer.
Puedo estar de acuerdo en que la plaza madrileña es la
primera del mundo. Al menos por su número de corridas y su asistencia de
público, pero no consigo explicarme los otros aspectos que podrían estar
llamados a favorecer este fenómeno.
Sevilla planta su recinto taurino a orillas del Guadalquivir.
Con vistas a la Giralda y al barrio de Triana. A cubierto, dentro de lo
posible, de inclemencias meteorológicas. Madrid se sale a los terrenos de las
afueras de la época de construcción de su plaza de toros, pero se empina hasta
el sitio más molesto donde soplen más
los vientos.
Joaquín Jesús Gordillo, que fue uno de los primeros
comentaristas que tuvieron las corridas televisadas, hablaba siempre de Las
Ventas de los vientos.
Sevilla trata de acomodar las cabezas de las reses bravas
a los tamaños de las muletas, consciente de que una encornadura muy abierta se
sale de las medidas de la tela y complica el mando del lidiador. A Madrid las
mediciones le importan poco y prefiere toros con lanzas castellanas en una
panoplia abierta.
Sevilla contempla el desarrollo de una corrida con un
silencio respetuoso como de público espectador de una partida de ajedrez. La
afición madrileña, por el contrario, es ruidosa y exigente y grita hasta por el
incumplimiento mínimo de un picador que sobrepase unos centímetros las rayas de
hacer la suerte.
Sevilla anima con la música de los pasodobles la
ejecución de una faena y hasta un par de banderillas. Madrid suspendió la
música como consecuencia de un enfrentamiento entre las aficiones de Marcial
Lalanda y Domingo Ortega.
Triunfar en una plaza así es lo más complicado del mundo.
Ayer lo intentó Aguado y, claro, su toreo de caricia y de jazmín se encontró
con los obstáculos de un viento inoportuno y de un toro con la cuerna tan
abierta que tropezaba con todo por falta de espacio.
El torero sufrió una voltereta que encogió el corazón de
los espectadores y dejó a estos con la miel en los labios.
Pero los tendidos se
callaron y, a partir de ahí, dio la impresión de que el silencio de
Sevilla se había trasladado a Madrid.
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