Me apetecía charlar un rato con Manuel Jesús el Cid, el torero
de Salteras que ha decidido retirarse al final de la temporada. Creía que era
una idea acertada en la víspera justa de su última corrida en la Feria.
Me lo imaginaba recluido en el caserío de ese cortijo
rodeado de encinas y toros bravos que suelen comprar los ases de la tauromaquia
cuando, como él, consiguen alcanzar el final de su vida activa tras haber
figurado en muchos carteles de lujo y abierto no pocas puertas grandes de los
cosos nacionales y franceses, pero estaba en un
error.
El Cid no abandonaba su pueblo natal ni siquiera en esas
horas históricas que hubieran acelerado los pulsos de otros. Pregunté por él en
la Montera el bar y cafetería de su propiedad, que se alza a pocos metros del
centro de la población y me dijo Loli, su esposa, que lo regenta, habitualmente
vestida con un atuendo deportivo que la rejuvenece, que había salido a correr
un rato y estaba al llegar.
No tardó mucho. Apareció ayudando a unos repartidores de
cervezas y refrescos y, al término de su colaboración, que los muchachos agradecieron mucho, se sentó a mi lado y se
puso a comentar el festejo del día anterior.
Luego me dijo que se vestiría en el Hotel Colón, que aún
no había decidido el traje que se pondría de los dos que acababa de hacerse, aunque
probablemente optaría por uno azul y oro y que confiaba que le ayudasen los
toros de su lote y el tiempo que no fuera ventoso.
Una señora del pueblo se acercó y le dio un beso. Loli le
trajo una cerveza fresquita a mi mujer que pasó ante la puerta del establecimiento
y se sentó con nosotros.
No había fotógrafos de revistas de colorines ni cámaras
de televisión. Todo discurría con sencillez y naturalidad. Ni siquiera yo había
sacado el bolígrafo para tomar nota.
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