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Desde que a “Cobradiezmos”, el toro indultado de
Victorino, lo recogieron las asistencias a golpe de cencerro y se lo llevaron
para dentro a restañarle las heridas de su hazaña, la plaza de toros de la Real
Maestranza es un semillero de impactantes fotos en las portadas de los
periódicos.
A la brava lid del valiente y noble ejemplar del ganadero
de Galapagar siguió, al día siguiente, ese espectáculo soberbio de ballet
blanco de Morante creando con pinceles perfilados un cuadro cromático de
torería perfecta en tanto que burlaba las afiladas navajas irracionales de la
fiera.
Y luego llego Padilla, gigante ejemplo de resistencia
humana contra la adversidad, que solo podía engendrarse en el seno de la fiesta
más hermosa del mundo que es la de los toros y recibió el justo premio de su
trayectoria saliendo por la Puerta del Príncipe.
¿Quién da más?
Morante, además, emborrachado con los efluvios del bote
abierto que derramaba las esencias de su arte, supo inventar, sin querer, un
pase nuevo que podría llamarse la Morantina como dicen que inventó Chicuelo la
chicuelina: burlando artísticamente la embestida del toro.
El maestro de la Puebla cogió por el centro del palillo
(estaquillador, no; por favor) la muleta que su enemigo le había arrebatado e
improvisó con ella una media verónica abelmontada que levantó los olés del graderío.
Morante, inventor. Sí, señor. Y Padilla, triunfador. Con
el refrendo enfervorizado del público sevillano.
Un éxito en toda regla. De
ellos dos. De Sevilla y de la Fiesta de los toros hoy tan necesitada de páginas
como éstas.
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