¿Qué pasaría si el ciudadano Sánchez, pedigüeño de votos
y complacencias, se acerca a mi casa, no lo quiera Dios, y aprieta el botón del
telefonillo?
¿Qué ocurriría si, en vez de franquearle la entrada, le
doy con la puerta en las narices?
A lo sumo, el recién llegado podrá decir de mí que no
conozco la educación ni por el forro, pero mi intimidad, que es una señora muy
suya, que en los descarnados sondeos de opinión que se llevan mucho en estos
días, suele revestirse con una bata de andar por casa a la que denomina
privacidad, se sentirá protegida y a salvo de atrevidas violaciones.
La desesperación no resulta buena compañera cuando la
coyuntura histórica se muestra adversa. Y menos si la cuadrilla insiste en manifestar
su impericia.
--- Tú no vas a venir más conmigo, le decía un novillero
incipiente al banderillero que se negaba a correrle un becerro que sabía latín.
--- ¿Y quién te ha dicho que te van a contratar aquí otra
vez?, le contestó el subalterno.
El tal Sánchez está en ello. Sabe que no le contratarán
de nuevo. Y hace oídos sordos a la tentadora oferta del compañero de cartel que
alardea de orejas antes de cortarlas que le ha prometido la vicepresidencia,
aunque para ello tenga que arrojar por la borda eso que debe ser absolutamente
sagrado para un político que es su decencia.
¿Quién es más culpable, el que incita a la culpa o el que
comete el desafuero?
Si el mendigo Sánchez se quita los tapones de los oídos y
accede a la oferta tentadora,... ¿quién sería más indecente que él?
Suena el timbre. El cartero no puede ser. Me temo lo
peor.
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