Celestino Fernández Ortiz, periodista de aquellos felices
días de la prensa de papel, cuya asociación de profesionales presidió largo
tiempo y con notable éxito, me contaba que en Benacazón, que era su pueblo de
nacencia, había un conocido paisano suyo, encumbrado agricultor, que solía
decir:
--Les ha dado por hablar de la libertad religiosa y eso
ha existido siempre. Aquí el que ha querido ir a Misa ha ido y el que no, se ha quedado fuera de la iglesia.
Eran los tiempos históricos del Concilio Vaticano segundo,
de cuya clausura ha transcurrido ya más de medio siglo, en los que la cuestión
de la libertad de cultos saltaba desde las reuniones de los padres conciliares
a las conversaciones de la calle.
El hombre llevaba razón, pero no caía en la cuenta de
que, por lo demás, las libertadas públicas brillaban por su ausencia y que,
bajo la férrea tutela del estado, poco podía hacerse en uso y disfrute del
libre albedrío.
El domingo próximo es el día elegido para demostrar
exactamente lo contrario, la votación democrática de los ciudadanos que, sin presión alguna, acudan
a depositar en una urna la expresión de su voluntad resumida en un papel que la
manifestará de modo libre, directo y secreto.
Nadie sabe lo que es un vaso de agua hasta que le abrasa
la sed. Y nadie conoce el valor de un voto sino aquel que durante una larga
época se vio privado de su empleo.
--¡Y luego los políticos se reúnen y alcanzan pactos que desvirtúan
lo que muchos han querido…!
Es cierto. No vivimos en un régimen democrático que carezca
de errores y malformaciones. Pero sería funesto no disponer de él. “La
Democracia es el peor sistema de gobierno… con excepción de todos los demás”,
que dijera Sir Winston.
El domingo hay que votar, compañero, amigo, camarada,
hermano.
Lo saben bien aquellos que un día corrieron delante de
los caballos de los grises huyendo de vergajazos inclementes.
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