Jugaban los chiquillos en el patio entoldado entre
macetones de aspidistras y palmeritas de
rincón. De pronto giraba sobre sus goznes el portalón de la calle,
cuidadosamente entrecerrado para evitar la entrada del calor y, tras la cancela
de hierros trenzados, aparecía un hombre cetrino y macilento.
Uno de los niños abría un paréntesis en el juego, se
asomaba al hueco de la escalera y gritaba hacia arriba:
-- ¡Mamá, el pobre!:
-
Y la madre le hacía subir y le daba algo para al
pedigüeño que el chicuelo trasladaba con presteza. La madre siempre atendía la
petición. Con monedas sueltas… con algo de comida…
Si en vez del mendigo familiar, el visitante diario,
llegaba otro, desconocido, la respuesta negativa se envolvía en una fórmula
entre educada y piadosa que todos conocían:
-
-- No hay nada, hermano.
Ocurría esto en la ciudad antigua, la que a duras penas
había salido de las zozobras y estrecheces del enfrentamiento fratricida y poco
a poco trataba de recuperar su pulso y restañar sus heridas.
Hoy no existen pobres que se asomen a los patios umbrosos
tras las cancelas.
Por ahora.
Nos están metiendo en el cuerpo temores olvidados y
miedos dormidos. Y el caso es que los llamados a tranquilizarnos, con la
preocupante inexperiencia, preñada de ambigüedad de los que se ofrecen como
recambio, y su exceso de osadía, no contribuyen precisamente a restablecer el
sosiego
La otra noche, mientras los políticos que optan a regir
nuestros destinos llenaban el tiempo televisivo de reproches carcomidos,
posturas estudiadas y frases repetidas, me acordé de quien decía “ Hay que ver
mi hermano, el pobre”… ¿Qué le pasa a tu hermano?, le preguntaron. “Nada –
repuso el hombre- que es pobre”
Tendría mucha guasa que, con gente como ésta, lleguemos a
serlo todos.
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