Me lo decía el pobre viejo pegándole bocados de rabia a
su amargura:
¡Cuántos abrazos falsos en el Rocío! Si por cada vez que
se estrecha de mentira un rociero con otro creciera un olivo iban a sobrar las
aceitunas.
¡Cuánto embuste! ¡Qué manera de aparentar!... Hoy te
quiero mucho y mañana si te vi no me acuerdo.
Se explica su resentimiento. Sabe que padece una
enfermedad incurable. Esta mañana ha ido renqueando del brazo de su mujer,
rociera como él, a integrarse con sus hermanos para hacer con ellos la
presentación de la hermandad ante la Junta de Gobierno de la Matriz y nadie ha
reparado en su presencia. Imaginó que algún representante de relevancia de la
actual Junta vendría a ofrecerle una vara, pero no ha sido así.
Atrás quedaron
los años que accedió a ocupar el puesto de hermano mayor de romería y los
muchos dineros derramados pródigamente en esas ocasiones. Hoy no le
conoce nadie. O aparentan no saber quién es. El presidente se pavonea con la
insignia dorada. La mayor parte de las varas están en manos de mocitas jóvenes.
Nadie se desprende de la que lleva y a él no le queda otro remedio que caminar
entre empujones detrás de la carreta del Simpecado en una presentación oficial
que le avergüenza tanto que hasta se cala las gafas de sol para evitar que
alguien le reconozca.
Su parienta calla. Hace tiempo que intuía que esto podría
suceder así. Han perdido contacto con la hermandad. Desde que ésta dejó de
imprimir los boletines periódicos, se ha roto el hilo de contacto que les unía.
Eso de la página web no va con ellos. Malévolamente dice la mujer que la última
vez que les llamaron fue cuando el banco había devuelto los recibos.
¡Que no los paguen más!, concluyó entonces. Pero él no
cursó la baja.
La Virgen no tiene la culpa. Lo dice tartamudeando. Y
busca otra vez la ayuda de las gafas de sol para esconder tras ellas sus lágrimas
imprudentes de debilidad y frustración.
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