Sí, fue como en la Semana Santa. Una madrugada intemporal
con el Señor cruzando su plaza de San Lorenzo tibiamente acariciado por la luz
del atardecer. Una madrugada distinta y si cabe, que no se cabía, mejor.
Madrugada sin espectadores irrespetuosos, sin gritos ni estridencias, hijos de
la mala educación. Madrugada vespertina con devotos orantes y silencio sin
imposiciones.
Yo estuve allí. La Hermandad, siempre pródiga en
delicadezas ocultas, nos invitó a los hermanos más antiguos a presenciar la
salida desde el interior de la Basílica. A las siete en punto se descorrió el
cerrojo con el sonido rotundo de su presencia y el seguimiento encadenado de
esos goznes a los que el ausente aceite de lubricación no enmascara sus
chirridos hirientes.
No entró entonces en el templo el murmullo de la
multitud. Desde el interior parecía que todos habían huido, que se habían
ausentado temblando de pavor ante la cercana aparición del Dios Todopoderoso.
Pero como quien llegaba era su Hijo Jesucristo, paradigma del amor y de la
entrega, se quedaron, mudos y absortos.
Y allí estaban. Inmóviles. Respetuosos. Apiñados en
multitud. Ante ellos desfilaron los hermanos en esas largas filas inacabables
de la Madrugada tradicional a cara descubierta, con los cirios suspendidos dos
cuartas por debajo de la llama. Casi un millar precedía al paso portado por la
experiencia de su cuadrilla veterana de costaleros hermanos y conducidos por la voz sabia de Manolo Villanueva.
Se arriaron las andas ante nuestras sillas. Miramos
arriba. Cruzamos con El una mirada inolvidable. Y en ella pusimos nuestra
angustia y nuestra esperanza. Como tantos sevillanos.
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