Pues… voy a seguir con
el tema, mire usted. No resisto la tentación de comparar las reseñas de dos
corridas de seis toros para un solo espada celebradas en la plaza de las Ventas
y protagonizadas por los matadores que figuran en el encabezamiento: Curro y El
Cid.
La primera es de 1967
y la segunda, de hace unos días. El pasado seis de este mes.
Romero se enfrentó a
seis ejemplares de Urquijo un hierro muy de su agrado que le había servido un
año antes para triunfar en La Maestranza en el primer encierro que estoqueó en
solitario. El Cid, a seis Victorinos.
En aquella corrida en
Sevilla que tuvo lugar el 19 de mayo de 1966, el Faraón había cortado ocho
orejas y hasta llegaron a pedirle el rabo.
El Cid, por su parte,
había demostrado que los peligrosos ejemplares de Victorino Martin no tenían
secretos para él y ante ellos había triunfado años antes enfrentándose
igualmente a seis, a los que cortó cuatro orejas, en una de las Corridas
Generales de Bilbao.
La expectación, pues, era máxima ante ambos carteles. Antonio
Díaz- Cañabate, de quien tomo los datos, empezó su crónica publicada en el ABC
del 22 de septiembre de 1967, la fecha siguiente a la de la corrida, hablando
de la novelería de los que fueron a la plaza.
Con el Cid hubo
coincidencia de comentarios al calificar la decisión del torero como una gesta.
Curro vio cómo se
arrastraban al desolladero, con las orejas puestas, un toro tras otro, que no
fueron seis, sino siete, porque pidió el sobrero con el que tampoco alcanzó el
deseado lucimiento. Este regalo calmó un tanto las iras del respetable y tamizó
la presumible bronca final.
El Cid no podía
imaginar que, como escribió Antonio Lorca, “el gran ganadero Victorino Martín iba a traer a Madrid una moruchada de
tan alto calibre como la lidiada. No hubo un solo toro que ofreciera las
mínimas posibilidades para hacer el toreo. Justos de fuerza, muy desiguales en
los caballos, con abundancia de mansedumbre, avisados en banderillas, y sosos,
sin casta, deslucidos, ásperos y peligrosos en el tercio final”.
Lo intentó desde
primera hora. Creyó conseguirlo en el tercero que brindó al público. No logró
sus propósitos y, como sus apoderados, aturdidos posiblemente por la deriva
dramática de la tarde, no tuvieron la feliz idea de calmar las iras públicas
con el regalo de un sobrero, la bronca final fue de categoría.
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