Aunque trato de situarme a higiénica lejanía de los avances
de móviles y otros artilugios de la modernidad no puedo evitar ser testigo de
su ascendente trayectoria y sufridor compulsivo de su invasión.
Mi familia, mayores y pequeños, no manifiesta deseo
alguno de seguir mi ejemplo, con lo que ha caído en la trampa y ahora se
muestra enredada en esa adición
absorbente. La consecuencia es que hablo menos con los adultos y constato que
los colegiales han traído peores notas en la evaluación previa a la holganza
navideña. Todo a consecuencia de los móviles, las tablets y otros diabólicos
objetos.
Soy, sin embargo, usuario habitual del ordenador y sin Internet,
la Wikipedia y las ediciones digitales de los periódicos, hoy me aburriría como
una ostra y me invadiría una sensación parecida a la que sufrirían los émulos
de Robinson Crusoe.
No sé quién compra hoy los periódicos en los quioscos. Yo
sí, desde luego. Lo que acabo de decir no impide que siga ejerciendo esa que para
mí es civilizada costumbre. Ya no lo hago por las noticias, sino por los
comentarios. Por los artículos de fondo... Por los trabajos de los columnistas
cada vez con más depurado estilo de literatura exquisita.
Me niego a consentir que las modernas tecnologías me
priven del placer de leer tranquilamente mi periódico de papel. Y me acuerdo de
mi amigo Chano que saboreaba cada ejemplar desde la cabecera hasta la última
página.
Cuando le faltaba tiempo lo dejaba para el día siguiente
y así generalmente leía la prensa con retraso. Cosas de Chano.
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