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Era como esos militares a los que nunca cae bien el traje
de civil. Los ves con chaqueta y corbata y encuentras la americana mal
abrochada y la corbata torcida. Siempre recuerdas su atuendo natural: la
guerrera, la gorra de plato y las medallas.
Hidalgo podría ir abrigado con la bufanda al cuello en
las noches frías de los ensayos de la Centuria a cobijo de las piedras
arrugadas del antiguo Hospital de las Cinco Llagas. O con el traje de los
domingos de quinarios sin cofradías. Pero siempre lo veías con la coraza
brillante de los soldados de Tiberio. Era romano todos los días del año y a su
alrededor sonaba siempre ese repique inigualable y nervioso del tambor solista de
los Armaos.
La noticia con orla de luto nos dice que la coraza no
habrá de relucir más en las noches apresuradas de las pisadas imperiales de los
soldados de Rodríguez Ojeda por la calle Cardenal Espínola para rendir armas
ante el Gran Poder, ni que el tambor hará nuevas cosquillas a los escaparates de la Carrera Oficial en la
noche grande de la fe arraigada de los sevillanos.
Pepe Hidalgo el cabo tambor y director de la banda de la
Centuria Macarena durante muchos años, nos ha dejado, pero no del todo. En
nuestras retinas permanecerán rezagados ante la partida inevitable los
destellos de su coraza y en los oídos el repique incansable de sus baquetas
sobre el parche estirado de su instrumento de percusión.
Y, con ello, sus palabras de chiquillo grandullón jugando
a los soldados:
Cuando
me visto de armao le pregunto a la parienta: ¿Pero no te doy mieo?