domingo, 19 de mayo de 2019

Y MAS DE PABLO AGUADO



Y mucho más. Afortunadamente. La revelación de este torero tiene que dar mucho que hablar. Pero yo aquí proyecto hoy desviar el tema a una cierta comparación de las aficiones de Madrid y Sevilla.

Porque Aguado antes de que formara el lío en la Maestranza tenía firmada su comparecencia en las Ventas. Y  eso sucedió ayer.

Puedo estar de acuerdo en que la plaza madrileña es la primera del mundo. Al menos por su número de corridas y su asistencia de público, pero no consigo explicarme los otros aspectos que podrían estar llamados a favorecer este fenómeno.

Sevilla planta su recinto taurino a orillas del Guadalquivir. Con vistas a la Giralda y al barrio de Triana. A cubierto, dentro de lo posible, de inclemencias meteorológicas. Madrid se sale a los terrenos de las afueras de la época de construcción de su plaza de toros, pero se empina hasta el  sitio más molesto donde soplen más los vientos.

Joaquín Jesús Gordillo, que fue uno de los primeros comentaristas que tuvieron las corridas televisadas, hablaba siempre de Las Ventas de los vientos.

Sevilla trata de acomodar las cabezas de las reses bravas a los tamaños de las muletas, consciente de que una encornadura muy abierta se sale de las medidas de la tela y complica el mando del lidiador. A Madrid las mediciones le importan poco y prefiere toros con lanzas castellanas en una panoplia abierta.

Sevilla contempla el desarrollo de una corrida con un silencio respetuoso como de público espectador de una partida de ajedrez. La afición madrileña, por el contrario, es ruidosa y exigente y grita hasta por el incumplimiento mínimo de un picador que sobrepase unos centímetros las rayas de hacer la suerte.

Sevilla anima con la música de los pasodobles la ejecución de una faena y hasta un par de banderillas. Madrid suspendió la música como consecuencia de un enfrentamiento entre las aficiones de Marcial Lalanda y Domingo Ortega.

Triunfar en una plaza así es lo más complicado del mundo. Ayer lo intentó Aguado y, claro, su toreo de caricia y de jazmín se encontró con los obstáculos de un viento inoportuno y de un toro con la cuerna tan abierta que tropezaba con todo por falta de espacio.

El torero sufrió una voltereta que encogió el corazón de los espectadores y dejó a estos con la miel en los labios.

Pero los tendidos se  callaron y, a partir de ahí, dio la impresión de que el silencio de Sevilla se había trasladado a Madrid.

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