Mientras El Cordobés, Manuel Benítez, sonreía, días pasados,
con su habitual descaro, desde la pantalla
reiterativa de Canal Plus toros, yo me acordaba del manicomio en que el quinto
Califa del toreo convirtió a la Maestranza cuando protagonizó la hazaña de
cortar dos orejas y un rabo a un toro de
Núñez el veinte de abril de 1964.
Han pasado cincuenta años. Bodas de oro para una noticia a
la que sacan brillo los analistas, sobre todo para contrastarla con lo que sucede
hoy en los cosos taurinos y fuera de ellos. Se torea mejor que nunca, dicen. Pero se
especula fuera de la arena como jamás se atrevió nadie a especular a espaldas y
en desdoro de los auténticos actores de la Fiesta. Y esto se calla o se esconde para soterrar
los escándalos que saldrían a la luz si se profundizara en el entramado de
intereses que motivan o sostienen ciertas decisiones y posturas.
Las orejas y el rabo se las concedió un presidente cuyas
convicciones sobre el arte del toreo estaban en las antípodas del cordobesismo, el docto y currista hasta
los tuétanos don Tomás León, quien, para que nadie osara discutir o
malinterpretar su fallo, mostró a la vez sobre el terciopelo del balconcillo de
su palco los tres pañuelos anunciadores de la trilogía inédita de trofeos.
Gran año aquel. El animal bravo al que desorejó Benítez se había criado en los pagos tarifeños de Los
Derramaderos. Carlos Núñez demostraba su
sapiencia como ganadero regalando ejemplares como éste de bravura y nobleza
singulares. Pero no estaba solo. En la temporada siguiente, pasaba a la
historia “Laborioso” el novillo del Marqués de Albaserrada al que se le perdonó
la vida por su bravura en el festejo del Día de la Raza, acontecimiento que hoy
perpetúa un azulejo en los corrales del Coso del Baratillo.
Dos jovencísimos novilleros nos han demostrado días
atrás que lo épico sigue siendo posible.
Con el corazón en la mano les deseo que lleven razón.
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