El servicio fluvial de transporte de pasajeros y mercancías se le ocurrió al marqués de Olaso,don Luis de Olaso y Madariaga,que lo concibió instalando un puerto en la orilla de Triana y otro en Sanlucar atendido por buques de cien a ciento cincuenta toneladas dotados de todas las garantías náuticas y de atención al cliente existentes en la época:amplios salones, comedores de primera y segunda clase, luz eléctrica y calefacción porque si bien estos comentarios se centran en las vacaciones estivales, la línea Sevilla-Sanlúcar-Mar funcionaba el año entero y no eran pocos los que la usaban en Otoño e Invierno.
El recorrido se hacía en cuatro horas y media y las partidas y horas de llegada tenían lugar entre las nueve de la mañana y las nueve y media de la noche.
Algún tiempo se tomaron las autoridades de la época para dar conformidad a tal proyecto, solicitado al Ministerio de Fomento el 28 de enero de 1922, aunque no aprobado hasta agosto dos años más tarde.Pero, al fin, con este refinamiento pudieron desplazarse a la playa sanluqueña los afortunados veraneantes de aquella época.
Sanlúcar era la playa de Sevilla.Una especie de San Sebastián en la desembocadura del Guadalquivir.La legendaria urbe, nacida a la sombra del templo del Lucero, consagrado a la diosa Venus, incrementaba su belleza con una exquisitez señorial abierta a la inmensidad del Océano. Y saludaba a esos privilegiados visitantes de temporada, familias enteras de damas de polisón y ayas con blancos delantales, ofreciendo la fabulosa estampa de su paisaje incontaminado con el estrecho abrazo de la tierra, el río y la mar. Villa marinera y campesina a la vez. Como le cantara Manuel Barbadillo que tan enamorados versos le dedicó:
¡Ya la ves!:
Una ciudad marinera,
viñadora y salinera,
de la cabeza a los pies.
Pero además, con un glorioso pasado y una hidalguía que siempre salen al encuentro sellados en los escudos de piedra de los frontispicios o escapan desde la clausura de los palacios.
La albura del caserío contrasta con el verdiazul del mar que la baña y las andanas de sus bodegas se reservan para regalar a los degustadores de paladares exquisitos el amarillo arrancado al sol con el que se colorea la manzanilla.
Ese auténtico paraíso de la ciudad que se aferraba a su pasado esplendoroso y sabía ofrecer al veraneante una elegancia relajada con tardes de sosiego para el coloquio, pero también un apretado programa de festejos y competiciones entre los que destacaban las carreras hípicas, se iniciaba en Triana, a la vera de ese edificio que en forma de torreón se alzó, apenas acabado el puente, en la esquina del Altozano.
Allí se sacaban los billetes. Y de allí partía una escalerilla interior que llevaba al muelle desde “El Faro”. Descender por ella y alcanzar la borda de la embarcación era dar comienzo a la travesía ilusionada de unas vacaciones excelsas.
Repito lo que escribí al término de la "entrada" anterior:La playa entonces empezaba en Triana. No en la de los hornos y las industrias de los alfareros, sino en esa Triana auténticamente marinera que vivía al borde del río y de él obtenía el cotidiano sustento. La Triana de los vapores atracados junto a los malecones de la muralla.
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