Y el gozo quedó atrás y el sufrimiento, prendido a paraguas, impermeables y empapados asientos de provisionales sillas, se quedó también.
La nostálgica letra de las sevillanas rocieras se hace presente “como un sueño que se aleja”. Quedan las retinas llenas de la luz parpadeante de las candelerías encendidas y los oídos con los últimos acordes de la marcha procesional que llegó a ellos. Pero también las lágrimas de la lluvia perlando los cristales de la ventana cerrada de “la calle de la Feria, donde se asoma la niña, de cutis azul y ojeras” del Padre Cué, no solo porque estuviera enferma sino porque temiera empeorar con el aire cortante descolgado del invierno.
En números redondos, la mitad de las cofradías se quedaron en sus templos de residencia canónica. Una Semana Santa partida por el eje en dos porciones casi simétricas. Unas, pudiendo lucirse procesionando por el viario urbano. Las otras, obligadas a trasladar al año venidero sus legítimas ilusiones. Y el pueblo transeunte que no pudo encontrar en las calles a esas que hubieron de permanecer al resguardo de las bóvedas eclesiales, en muchas ocasiones halló cerradas las puertas de los templos que desde el diluido u olvidado Concilio Vaticano segundo iban a ser más de todos, pero que continúan permaneciendo regidos con miradas miopes.
Queremos ahora alargar los recuerdos gratos. La visualidad y las emociones de ese encuentro renovado con lo sacro envuelto en belleza. Y conservar la experiencia personal e íntima de cada uno con el hecho religioso sin que nada nos moleste. Ni siquiera esa estridencia presuntuosa de algunas músicas que no consiguen ser ni de banda de palio ni de banda de cornetas y tambores sino de banda sonora. (De película, claro).
Y hasta el año que viene. Si Dios quiere.
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