miércoles, 9 de febrero de 2011

Un oído infalible.



Aunque uno viva la que se supone plácida existencia de los jubilados, a pesar de los sustos periódicos de la pérdida del valor adquisitivo de las pensiones y la subida de impuestos y de algunos productos básicos, y no mantenga con la profesión activa más que la parpadeante llamita de este Blog, todavía conserva en sitio reservado su indeclinable ego personal.

Ayer ha salido de su clausura cuando tomé un taxi y, apenas pronuncié las primeras frases, me sentí halagado con el saludo del taxista que me decía “le he conocido por la voz y la forma de hablar” y luego me preguntó a donde me llevaba.

“Aun me recuerdan”, me dije extremadamente complacido. “Aunque he abandonado los micrófonos y las cámaras salvo espaciadas ocasiones para intervenir en algún programa que otro de Giralda Televisión, mi público está ahí”.

Lamenté que mi hijo Antonio, que es el que hoy resulta asediado por las calles pidiéndole autógrafos, no fuera conmigo. “Quien tuvo, retuvo”, pensaba haberle dicho con ese tono de reina madre que adoptan las bellas cuando reciben piropos en su madurez.

Me prometí narrarle el suceso - acontecimiento para mí, como puede suponerse – en la primera ocasión que tuviera y me consagré a la atención al taxista de tan aguzado oído que por las trazas, resultaba un entusiasta de la agricultura y la jardinería.

Yo, que vivo en uno de estos acogedores pueblos de la provincia, he llegado, y no sin esfuerzo, a diferenciar un clavel de una rosa y una poda de un abonado, pero que no me saquen de ahí. Sin embargo mi admirador disponía de profundos conocimientos en torno a las plantas que, según parecía, deseaba incrementar con mi experiencia. Fui contestando sus preguntas con vaguedades que lo mismo podían interpretarse de una forma que de otra y así, cuidándome mucho de revelar mi ignorancia, resistí el interrogatorio como pude.

Cuando llegamos al punto de destino, me ofrecí al amable conductor para todo cuanto pudiera necesitar de mí en el futuro, aboné el servicio y le extendí la mano para estrechar la suya como despedida.

El apretó fuertemente la mía, sin abandonar su sitio ante el volante y me dijo con palabras que rezumaban la más intensa admiración:

-- Me he alegrado mucho de reconocerle, Padre Mundina.

3 comentarios:

No cogé ventaja, ¡miarma! dijo...

Maestro, ¿es una broma o verdad?
De cualquier manera tiene su arte, espero que aún le dure la risa.
Abrazos reconocidos.

Anónimo dijo...

jajajajjaja
Que arte!!

Anónimo dijo...

¿Este "arte" es único de Sevilla o se puede darse en cualquier parte que haya un despitado?