lunes, 11 de marzo de 2013

Un árbol en el espejo

Algunos toreros maduros se miran en el espejo confiando que el correr de los días maquille aquella cornada maldita que acredita su valentía cobrando a cambio el rostro desfigurado... las bellas de la escena o la pantalla con el miedo soterrado a una arruga nueva... Yo me he visto recientemente convertido en un árbol añoso de esos que permanecen en las orillas de la Raya rociera y protegen las Misas nocturnas de las hermandades con las ramas generosamente abiertas como nervaduras catedralicias protectoras de la humedad de la noche.

Saroyan hacía decir a Owen Wester, el protanista de "La hermosa gente", que interpreté en el Lope de Vega con las huestes del Teatro Español Universitario, que la palabra que lo compendiaba todo era esa: árbol. Lo he comprendido ahora, tras mi ingreso en el club selectivo de los octogenarios. La superficie nítida del azogue me ha devuelto mi fisonomía conocida con un aspecto nuevo. añoso y venerable.

Me he visto así, patriarca sin proponérmelo, de una familia crecida, unida y numerosa que acudiendo con presteza a la convocatoria del clarín de uno de sus miembros, mi hija Esperanza, ha trabajado con oculta diligencia para que yo no advirtiera nada y poder sorprenderme con una catarata desbordada de cariño.

"Bueno es llegar a vieja y que la quieran a una" solía decir mi madre con su profunda filosofía de los naturales de su Villamanrique natal. La frase suena hoy como un reflexivo reproche a los que se mueven suicidas en contra de la familia que, por encima del oleaje de las modas, sigue resistiendo en torno a sus árboles viejos, ese bosque en el que he comprendido que estoy yo también.  

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