domingo, 16 de noviembre de 2014

UN ENTUSIASTA JOVENCITO DE NOVENTA PRIMAVERAS



Madre mía, te suplico
que entendimiento me mandes
porque es que yo no me explico
cómo una pena tan grande
cabe en pañuelo tan chico.

Cinco renglones para una letra de saetas. La cantaba Pili del Castillo. Se la escribió Manolo Garrido, el inspirado autor de las sevillanas del “Adios” con las que despedimos sonoramente al Papa cuando vino. El poeta cumplió ayer 90 años. Hoy lo recuerda en el Diario de Sevilla con un texto precioso Carlos Navarro Antolín.
He buscado la tarjeta de visita que contiene su domicilio de siempre en la Barzola y su teléfono, de siempre también, que después del prefijo nueve cinco cuatro empieza por treinta y cinco y he charlado distendidamente con él como cuando paso por la Campana, cercano ya el mediodía y me lo encuentro sentado en su mesita habitual, delante del escaparate de la confitería, tomando, a esa hora, su café con leche del desayuno.
Hablar con Manolo es evocar esa ciudad perdida que nos parece que está detrás de la esquina, pero se ha evaporado para siempre.
En aquellos tiempos en los que cada emisora disponía de su correspondiente cuadro escénico él era compañero de dos actores radiofónicos más que trabajaban como empleados de banca en las oficinas suntuosas que tenía el Central en la Avenida de José Antonio. Garrido también lo era. Sus colegas pertenecían al cuadro de dramáticos de la emisora en Sevilla de Radio Nacional. Manolo, al de Radio Sevilla. Los primeros se llamaban Enrique Campa y Sebastián Blanch y éste último era, además, profesor en el Conservatorio. Los dos destacaban como consumados recitadores y, por si fuera poco, actores que completaban los repartos de los montajes que acometía el Teatro Español Universitario, tanto de obras extranjeras,”La hermosa gente” de Paul Saroyan  o “La guerra de Troya no ocurrirá” de Jean Giradoux, como de autores hispanos, Alfonso Sastre o Martín Recuerda siempre en el incómodo punto de mira de la censura.
Manolo Garrido no se aprendía textos escritos por los demás. Los hacía él. Y los sigue haciendo.
Noventa años no se cumplen todos los días y nadie puede negar que es una hermosa fórmula para dejar de ser octogenario.


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