En las horas de asueto de estas fechas en vísperas del
Día de la Constitución y de la Inmaculada que pueden ser aburridas y tediosas a
lo largo de cada jornada para los jubilados, me estoy entreteniendo en leer la
biografía de un muchacho que murió joven (lo mataron, o asesinaron, en realidad) pero que durante su
corta existencia, narrada después por algunos de sus colaboradores más próximos,
protagonizó una cadena de hechos tan singulares que ocupan la totalidad de las
páginas de un grueso libro.
Lo estoy haciendo en español y en inglés porque esta
narración me la encontré en versión bilingüe como regalo de bienvenida en la
habitación del hotel que ocupamos mi parienta y yo en un viaje de fin de
semana. Y debo confesar que comencé la lectura para refrescar un poco mis casi
oxidados recuerdos del idioma británico, pero pronto fui absorbido por las
apasionantes aventuras de aquel lejano ejemplar de la raza humana.
Nació en Israel en donde gobernaba un rey despótico, pero
era una tierra sometida a los designios de Roma, la nación más poderosa de la
época con la que este monarca había establecido una hábil alianza.
Su vida, su palabra y sus hechos inexplicables
arrastraban a las masas, pero fue por eso mismo envidiado y temido por quienes
hasta que él llegó las manejaban a su antojo y fue traicionado por uno de sus
compañeros más cercanos.
Este muchacho se llamaba Jesús. Lo prendieron y
condenaron a la última pena. El delito para que le sometieran a un juicio
injusto no fue ni el blanqueo de capitales ni sus prácticas corruptas sino,
simplemente, atreverse a proclamar su verdad: que era el hijo unigénito de
Dios.
Dentro de poco sus seguidores actuales celebraremos el
aniversario de su nacimiento. Concretamente será el veinticuatro de este mes.
Supongo que llevaremos a todos la noticia a través de las redes sociales.
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