Hay que decir eso de “¡Ay si los antiguos levantaran la cabeza!”. Cansados de comprobar por uno mismo que nos hallamos en esa aldea global ante la que los teóricos de la información se doblaban en versallescas alabanzas y que no transcurre día alguno sin que nos roce la oreja una ráfaga de ametralladora destinada a los leales a Gadafi ni serene nuestro ánimo la voz suave del Papa Benedicto que fluyen de la pequeña pantalla, nos decepciona que no podamos hablar con nuestros familiares más cercanos por culpa de unos endiablados cacharritos que ahora han dado en tener siempre en las manos.
Creo que les llaman Tablets o i Pad o Smarts Phones o ¿qué se yo?... Todavía no he aprendido a sacar todo el rendimiento que puede darme mi móvil y ahora me encuentro con eso. ¡Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad!
Ignoro si dentro de cada juguete se esconde un chino o si es un soplo diabólico el que alienta la multiforme respuesta que ofrecen a quienes se consagran a su manejo; pero sí padezco una consecuencia amarga y lamentable: desde que estos chismes han entrado en mi casa hablo menos con mis hijos y, no quiero decir, con mis nietos.
Hasta no hace mucho mi competidor para mantener una charla con ellos se centraba en el televisor. Ahora también en estos artilugios que son más reducidos y, por lo tanto, más personales, y que pueden establecer contacto con el mundo mundial, pero que, fría y desabridamente, están rompiendo las amarras que me anclaban a mis seres más cercanos.
¡Menos mal que mis amigos de toda la vida, mis conocidos de Internet y mis nautas compañeros en las singladuras de esta bitácora me han manifestado su tranquilidad y satisfacción cuando han conocido que mi ausencia de ella este verano se ha debido a causas naturales!
¡Qué Dios os lo pague!. En el mundo contradictorio de la comunicación incomunicada una palmadita en la espalda se agradece.
¡Y de qué manera!
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