Desde atrás, también con las dos rodillas en tierra, tenía el privilegio de contemplarle de cerca el presidente entonces de la Hermandad Matriz Angel Díaz de la Serna.
Era mediados de Junio. Y hacía mucho calor. Pero el gentío que se fue congregando desde el mediodía en la explanada que se extiende ante la puerta del Santuario por la que aparece la Virgen cada lunes de Pentecostés parecía no reparar en ello. También era lunes. Desde los cuatro puntos cardinales de España habían llegado rocieros para vivir el momento histórico: la primera vez que el Vicario de Cristo visitaba el Rocío.
Impaciente espera porque el Pontífice había de trasladarse antes a los Lugares colombinos. La previsión protocolaria fijaba su llegada al helipuerto ocasional de la aldea almonteña, instalado en el campo de futbol, a las seis y veinte de la tarde, pero el helicóptero papal y los otros cinco que ocupaban las personalidades de su séquito no aterrizaron hasta las siete menos diez.
La muchedumbre en ese momento, a solicitud del canónigo de la Catedral de Huelva Antonio Bueno, saludó la aparición agitando banderas y pronto se fundieron con el repique del Santuario, el de todos los campaniles de las capillas de las Hermandades filiales y los gritos de ¡Viva el Papa rociero!.
Fijaba también el protocolo que la estancia durase una hora y que Juan Pablo segundo la diese por concluida a las 19.40 trasladándose entonces de vuelta al helipuerto.
No sucedió así. El Papa se marchó pasadas las ocho. Y se le notaba que no tenía ganas de irse. ¿Qué sabrán los vaticanistas de los relojes del Rocío?
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