Obligado es desde ayer mismo
hablar de Ella. Escrita la palabra así con la inicial en mayúscula, se desvela
su identidad. Ella es la que Martínez Montañés obtuvo de la magia de sus
cinceles como imagen portentosa a la que el pueblo distinguió con el apelativo
de Cieguecita… la que obsesionó a Bartolomé Esteban Murillo hasta que logró
trasladar al lienzo su belleza inmarcesible … la que preside altares y retablos
y es reproducida cientos de veces en piadosos azulejos murales y la que
Coullaut Varela ascendió a la cumbre de un viril de ladrillos para que, entre
azules de cielos incopiables y vapores de nubes acariciadoras, presidiese la
Plaza del Triunfo.
Ella es la Virgen Inmaculada
y vuelve a conmemorarse su día.
A Ella dirigimos una vez más
la plegaria más corta que darse pueda. Con ella comenzaban en el siglo dieciséis
todas las elocuciones concebidas con palabras sagradas. Era como un santo y
seña que, tras pronunciarse la primera parte, había que contestar con la
siguiente. Así pasó al lenguaje habitual de la vida ordinaria: Ave Maria
Purisima, era la primera. Sin pecado concebida,la segunda. El santo y la seña.
Hoy, la hemos acortado dando
por sabido su final y así…
Lo mismo suena a llamada
urgente
que a dulce acento que del
pecho brota
con tono siempre de materna
nota
y queja, a veces, desde la
pendiente.
Bogando, nauta de singlar
valiente,
el lance al borde de la sima
ignota
se acepta porque, como
gaviota,
la Virgen vela sobre la
corriente.
Mas, cuando el riesgo, con
su acero, aterra
o se desborda nuestra
logrería,
tras acechanzas que la vida
encierra
al Cielo llega nuestra
vocería:
A Ti clamamos, Madre, y nos
alegra
decir el rezo breve: Ave
María.
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