La crisis ha llegado hasta desposeernos de algunos de los
elementos que hasta ahora han venido siendo indispensables para nuestra
navegación por las aguas ora serenas, ora procelosas, de la travesía diaria por
la vida.
Este año no hay almanaques. O hay menos. El bar que
frecuentamos no los ha encargado. Ni la cafetería. Ni la librería donde
compramos el periódico. Todos han coincidido en el ahorro. Deleznable economía.
El chocolate del loro. La muleta del
torero conocido no volverá a dibujar un natural espléndido en la pared.
Ni la foto sepia de la antigua venta de carretera será reproducida otra vez
para perpetua memoria de los tiempos.
Eliminar los almanaques significa borrar de un plumazo la
metáfora visual del correr de los días. En las películas de Clark Gable y Grace
Kelly cuando pasaban los meses o los años la cámara enfocaba un almanaque del
que caían las hojas como siguen desprendiéndose de los árboles, vulnerables y
secas, cuando llega el otoño.
Se va el trece, envejecido y achacoso y entra pujante el
catorce. Pero sin esa credencial de doce hojas que solían traer sus antecesores
como documento de identidad. No hay dinero para nada. Ni para almanaques. A
algunos políticos y sindicalistas habrá que preguntarles donde lo han echado.
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