Ha dado comienzo la maratón de los besos, los abrazos,
los cachetes cariñosos a las caritas de los niños y las fotos. El factor
principal de estos periplos hipócritas a los que tienen que someterse los
políticos en tiempo de elecciones obedeciendo las directrices de sus
conductores de campaña.
Las cosas no están para sorprender al tendero de la
esquina ni al usuario del puesto de venta de huevos o de tomates con la visita
sonriente e inesperada del candidato. La tentación de convertir los alimentos
en piezas artilleras puede ser irreprimible. Y más de uno se ha visto sometido
a las iras incontenibles de los “agraciados” con estos encuentros y obligados a
suspender precipitadamente paseos y mítines domésticos ante el desbordamiento
de sus denuestos.
Pagan justos por pecadores. Probablemente. Pero nunca el señor Cayo, protagonista genial
de la novela de Miguel Delibes, al que dio vida en la pantalla el siempre
recordado Paco Rabal, encontró razones de mayor peso para reservar su voto.
Hay que hacer lo contrario. Animar los comicios y
entusiasmar al electorado. Pero, para ello, los profesionales de la política
cuyos nombres figuran en las candidaturas de las diversas formaciones deberían
quedarse quietecitos. Calladitos están más guapos. Hablan ellos y sube el pan.
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