Uno en su modestia también ha escrito versos a la
Esperanza.
Espigando en la memoria y con la ayuda de esa inestimable
voz que repite a lo papagayo desde la concha de apuntador de las viejas
carpetas de archivo los escritos que amarillean,
me doy con uno que es fruto de mi juventud, cuando mezclaba la inspiración
devota con los madrigales a las palomas rubias y las garzas morenas, que decía
Rubén Darío, de mi romántica adolescencia.
El primero es un soneto que decía:
Ha volado fugaz mi fantasía
a crear el altar de tu realeza.
He querido entronarte como alteza
de la luz que despierta el nuevo día.
He soñado una dulce melodía
que te calme la hiel de tu tristeza.
La corona que ciña tu cabeza
nacerá de lujosa orfebrería
y, a tus plantas, pondré, como una ofrenda,
todo un pueblo tan fiel que te defienda
y te aclame por Reina sin mancilla.
Mas ¿qué digo, Señora? ¿Cómo intento
conseguir para ti otro portento
que tu paso de palio de Sevilla?
Luego salto por encima del Pregón de Semana Santa de 1990
en el que es generalmente sabido que, al entrar mi cofradía del Calvario en la
catedral, abandonaba transitoriamente las filas nazarenas de las que era
diputado mayor, para acudir a una cita con la Virgen en la puerta de los Palos
y releo los folios donde escribí la
Exaltación del Cuarto Centenario de la Hermandad a la que di comienzo con esta décima:
Con cuatro siglos de menos
estaba viendo María
si a la tierra bajaría
a sus campos nazarenos
Y, con ojos de luz llenos,
la que es de gracia plena
concluyó: No habrá más pena
sino el gozo que más brilla:
Que me quedo Yo en Sevilla
y me llamo Macarena.
Hay más. Prometo seguir otro día.
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