martes, 5 de enero de 2016

SOBRE LOS REYES MAGOS



He abierto mi biblia que es un ejemplar de la Nácar Colunga, ya un tanto ajado por el frecuente manoseo, por la página 1042 y me he puesto a leer  la descripción minuciosa que, de su adoración, lleva a cabo el evangelista Mateo, aquel arrendador de las alcabalas de Cafarnaúm, publicano conocido también como Leví, cuyo oficio y para entendernos mejor con el lenguaje de nuestros días, podríamos traducir diciendo que correspondía a un funcionario de Hacienda, que se convirtió y se hizo seguidor de Jesús.

Mateo, como luego lo hiciera el médico Lucas, otro de los que recogieron por escrito las andanzas de Cristo desde su nacimiento, confirma que los magos llegaron de Oriente, eran originarios de la Media y gozaban de alto prestigio en Babilonia.

No precisa exactamente que fueran tres, pero sí que dejaron tres regalos: oro, incienso y mirra, de ahí el número deducido de los regios visitantes, más astrólogos estrelleros que monarcas coronados que, desde sus países orientales, siempre siguiendo el rumbo de la estrella, habían viajado tanto tiempo para postrarse de hinojos ante el Niño recién nacido, que, cuando llegaron, ya no estaba  en la cueva donde María lo alumbrara, sino en  una casa en Belén y se supone que más crecido.

Tal vez anduviera cerca de los dos años, de ahí que Herodes ordenase la matanza de los Inocentes desde esa edad,

Sus nombres aparecieron por vez primera en un mosaico bizantino encontrado en Rávena el año 520. Melchor lleva el incienso, Gaspar, el oro y Baltasar, la mirra. Todos son blancos. Y este último casi un chiquillo.

Baltasar no fue negro hasta el siglo dieciséis. Una decisión representativa que obedeció a eclesiales necesidades ecuménicas.

Sus restos, o, al menos, los restos que se supone que son, se guardan en un espléndido sarcófago en la catedral alemana de Colonia. Francisco Narbona, mi recordado director del Centro territorial en Andalucía de Televisión Española, me dijo que los había visto, cuando fue abierto a comienzos de la década de los ochenta y que corresponden a tres varones de unos quince, treinta y sesenta años de edad.

Sus espíritus protagonizan todos los cinco de enero luminosas cabalgatas cargadas de regalos.


Lo hacen así desde 1918 y se lo pidieron por esa vez primera a un poeta y ateneísta que se llamaba José María Izquierdo, pero firmaba Jacinto Ilusión.

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