lunes, 28 de junio de 2010

De Madrid a la gloria.

No es un titular equivocado. No quiero decir de Madrid al Cielo sino a la gloria, a la fama, a la popularidad. Y me refiero al mundo del toro, naturalmente. Madrid es la plaza que da y que quita más que ninguna y, como la fama es golosa, hay quien se quiere encaramar a su barco empavesado sin mojarse, ni ser marinero, ni saber nadar.

Solo con adquirir una entrada y sentarse en el tendido hay quien piensa que se ha extendido ante sus ojos la escalera de los éxitos y no tiene más que encaramarse en ella ascendiendo con gritos extemporáneos y verdes pañuelos como sábanas agitándose en sus manos.

Victor Ruiz Iriarte escribió en 1943 una farsa cómica en un acto titulada “Un día en la gloria” que no se refería al celeste espacio que custodia San Pedro, sino a la gloria que alcanzan los inmortales, haciendo pasar por el escenario desde Juana de Arco a Napoleón, desde don Juan Tenorio a Sarah Bernhardt y desde Robert Lorry a Diego Corrientes.

Si hubiera ido a los toros en la Plaza de las Ventas hubiera contemplado una larga fila, como de parados ante las oficinas de empleo, aspirantes a trasponer también esa puerta áurea en la que distinguiría a algunos de los presidentes, al Rosco, al chulo de toriles y a algunos más.

Ayer se ha sumado a esta prolongada hilera un delegado gubernativo al que los comentaristas del festejo que se televisaba por Tele Madrid llaman Billy el Niño.

Hay una foto por ahí en la que Manuel Benítez el Cordobés, en su tiempo que eran los del franquismo, camina entre dos policías armados. Parece que lo llevan detenido, pero era de mentirijillas. Resultaban admiradores suyos que así quisieron pasar a la posteridad. Billy el Niño ha querido adquirir esa notoriedad convirtiendo la superchería en realidad auténtica y en la corrida a que me refiero ha mandado a dos policías nacionales que detengan a José Luis Ramón, periodista de esa emisora que informaba desde el callejón, con su acreditación correspondiente, y al que, tras identificar, han expulsado de su sitio impidiéndole volver a él.

No entro en los antecedentes ni en la presunta infracción del comentarista que argumentará el policía para sustentar esta dura decisión. Me refiero al hecho en sí y a la sorprendente escena que no se recuerda haber visto antes ni en los tiempos de la dictadura y concluyo que no se habría producido de no significar para el autor un escalón para su gloria raquítica y efímera.

En la Maestranza esto no podría suceder nunca. Lo mejor que hacen en ella los delegados gubernativos es que pasan inadvertidos. Las mejores órdenes en el callejón las daba el recordado alguacilillo Quini Zulueta y cuando se fue lo dejó todo tan bien organizado que sus hijos, los alguaciles actuales, casi no tienen que moverse cuando se bajan del caballo.

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