Después de los fríos, las lluvias, los vientos y otras inclemencias (¿queda alguna?) la Primavera había anticipado ayer su sonrisa sobre la ciudad y Sevilla se abría plácidamente bajo un sol precursor de calores.
Fui a la calle Habana a recoger los abonos de las sillas y me puse en cola, porque siempre la hay aunque se dejen pasar los primeros días del plazo que determina el Consejo, tal vez porque los sevillanos pensamos lo mismo y nos creemos que, tras las primeras jornadas, habrá pasado la bulla. No es así, aunque bulla nunca hay en esta perfección administrativa que se ha encontrado el Consejo nuevo, hija y heredera del buen hacer del anterior.
Y en la cola estaba muy distraído porque la señora que me precedía que debía ser ejecutiva relevante de algún organismo de la Junta de Andalucía que es hoy donde solo pueden encontrarse esta clase de ejecutivos, repasaba con el móvil pegado a la oreja un informe cuyo borrador para que pasaran a limpio había dejado antes de abandonar la oficina y sin querer me enteraba de los pormenores del escrito, cuando advertí que al fondo de la calle se asomaba un balcón.
No ofrecía nada relevante. Era un balcón de casa antigua restaurada. Con muchas macetas alineadas en sus bajos. Todas con hojas brillantes de lluvia reciente y un atisbo prometedor de flores. Uno miraba al balcón y le crecían las ganas de vivir, de sonreír y hasta de escuchar entero el informe burocrático de la señora escapada del despacho oficial.
Luego,caminando de vuelta, bajo el cielo azul sin nubes y la luz descarada del astro rey restallando en el pulimento de las fachadas, me di con una escena que parecía rescatada del cementerio San Fernando o de una representación daliniana del don Juan Tenorio. Un mimo, todo vestido de blanco, con ropas ajadas como de mortaja de cadáver, se contorsionaba siguiendo el ritmo de una melodía lúgubre, tristísima.
Me dieron ganas de llamar a los guardias. Pero, hombres de Dios, ¿cómo puede permitirse tamaña agresión callejera a la sonrisa de la ciudad?...
El Ayuntamiento que permite que los manteros extiendan sus mercancías
sobre el asfalto en abierta competencia con los maltrechos comerciantes que pagan religiosamente los impuestos con los que les grava precisamente ese Municipio que no defiende sus derechos, debía impedir, por lo menos, estas torpezas.
Ignoro si los mimos deben proveerse de licencia de ocupación de vía pública seguida del abono de las tasas correspondientes, aunque supongo que no y me parece muy bien sumándome así a la proverbial generosidad y largueza de nuestros munícipes,pero por lo menos debía vigilarse su actividad y,en casos como éste, condicionar el permiso a que vistan de corto y se contorsionen con otro ritmo. El de las sevillanas, por ejemplo.
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