He bajado desde el Aljarafe apacible, donde voluntariamente elegí mi ubicación como jubilado, a la ciudad incómoda en la que, tras cada breve ausencia, me encuentro con más ruidos inaudibles y añoro en creciente ansia los sonidos armónicos que se perdieron.
Aunque fueran destemplados y caducos como los de aquellos organillos que hubieron de desaparecer con el crecimiento insensible de la urbe.
Eran como pianos grandes, arrancados de una academia de baile o de la sala antigua en donde la primogénita de la familia burguesa recibía diariamente clases de solfeo.
Situados, a medio metro del suelo, sobre una batea horizontal en la que se sujetaban con correas, descansando en el eje de dos ruedas de sólidos radios cubiertas con llantas de goma, recorrían la ciudad atendidos por dos personas: ambas empujaban y, en las paradas, una le daba al manubrio y la otra pasaba el platillo.
Alguno tenía itinerario fijo y horario cierto. Podía adivinarse la hora, escuchando una mazurca. La bandejita de las monedas penetraba en bares y comercios y se lucraba de esta visita periódica con una cuota no pactada.
En los años cincuenta del pasado siglo, hubo un Ayuntamiento que los prohibió. La ciudadanía protestó y ellos siguieron. Pero los adelantos de la reproducción musical estaban empujando al olvido a este sistema de recordar partituras mediante ingeniosas adaptaciones que permitían extraer armónicos sonidos con el movimiento circular del manubrio.
Cuando llegaron los ochenta estos pianillos callejeros, reliquias de un pasado de costumbres sencillas, entraron en un declive imparable sin afinadores y sobre todo sin hombres de rostro cetrino y gorra de visera que les empujase por las calles.
Sobraban automovilistas que hacían sonar sus cláxones impacientes tras ellos y casi nunca encontraban sitio adecuado para emplazarse y convertir el entorno en un efímero salón de baile.
Esa Sevilla, bondadosa y simple, se difuminó un poco más cuando el penúltimo sonido desacordado se escuchó por la plaza de la Gavidia o por Gradas de la Catedral.
Luego llegaron los barbudos de las guitarras eléctricas y los perros famélicos enroscados a sus pies.
1 comentario:
hola don Joseluis
lástima que las cosas más bonitas acaben siendo las peores tratadas,la música los musicos,los actores,los edificios,está claro que en este pais las cosas que más cuestan son las que menos se,valoran una lástima.le dejo un saludo enorme
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