Se asoma al almanaque el dichoso mes. Ese del que dijeron las gentes de los campos envueltos cada mañana en el tul de la neblina que empieza con “tos santos” y acaba con San Andrés. Aunque añadieron que “para San Andrés o el mosto es vino o vinagre es” lo que significa un consuelo báquico digno de consideración.
Los niños románticos de mi adolescencia leíamos a Bécquer en este mes que parece muy adecuado a las nostalgias, las tristezas mojadas y los paseos solitarios rondando balcones silenciosos de luces mortecinas.
Luego estrenábamos inquietudes literarias redactando a escondidas unos poemas que inevitablemente se asomaban al espejo del enamorado evocador de las rimas.
De aquello hoy no queda casi nada. Permanece la afición por los versos. Y la tristeza soterrada que intentamos alejar cada día aturdiéndonos para seguir aparcando el miedo inevitable al paseillo.
Que Dios reparta suerte. Hermosa frase que multiplican los ecos de todas las plazas. Porque hay que agarrarse febrilmente a su túnica y besar como un poseso su medalla cuando se imagina el oscuro detrás de la puerta de la trascendencia.
VUELO EN ESPERA (Del libro “Blanco, negro y gris”, inédito)
Se me murieron muchos y no están
aquellos que trataba en mi albedrío.
Deshojo los recuerdos, desvarío
y saco sus figuras del desván,
sus sombras que me acosan y no van
pisando ya conmigo el suelo frío.
Se cava en mi redor un gran vacío
abierto como sima de huracán.
No están. No estarán más. Qué desconsuelo.
Y yo me iré también como se fueron.
Agárrome a la fe. Pienso en el Cielo.
En ese Más Allá que nos dijeron.
Y, en tanto que la voz cante mi vuelo,
espero como entonces me pidieron.
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