Lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible.
Mi amigo Eugenio, “Ugenio” para los que nos dirigimos a él con familiaridad, dice que falta valor… no para hacer ese concurso de Canal Sur presentado por Enrique Romero al que le desea, y yo también, toda la suerte que conviene desear en el mundo de los toros y de la tele, sino para otra cosa. Para muchas cosas juntas.
Vamos a ver, dice Ugenio. Ahora están saliendo de vez en cuando los sabios, bien leíos y escribíos, de la economía, de la sociología y de la futurología que nos dicen con voz hueca y escritura ampulosa lo que hay que hacer para salir cuanto antes de esta crisis que nos asfixia.
Y añade Ugenio que ni la economía sale de sus horas bajas ni el empleo del sótano donde lo ha hundido la incompetencia de unos y otros, si no se ayuda a los pequeños y medianos empresarios y que, para eso, como primera providencia, hay que dedicarse a conseguir tres objetivos: Que la Banca colabore… que los Sindicatos dejen de ser funcionarios al servicio del Gobierno… y que todos aquellos que entran en la Administración por la puerta falsa se estén quietecitos y dejen trabajar a los demás sin enredar con la aplicación de una burocracia insoportable.
Dicho esto guarda silencio. Y así permanece un largo rato con las gafas acaballadas en mitad de la nariz observando las reacciones de sus contertulios por encima de ellas.
Si éstas se producen sin el paroxismo de la indignación, lo cual no es fácil, se oirá que los bancos deberían poner siempre tras la mesa del director que concede los créditos y las líneas de descuento a ese ejecutivo tan agradable que protagoniza todo sonrisas y palmaditas en la espalda los spots de televisión… que los sindicatos deberían dejar de parecerse de una puñetera vez a los denostados verticatos del régimen anterior… y que los que llegan para hacerse funcionarios sin pasar ningún examen dejen de considerarse en la obligación de justificarse pidiendo papeles a los que de verdad crean riqueza en vez de chupar de las ubres del Estado.
Ugenio termina recordando que la última vez que quiso poner un tallercito de nada, antes de abrir la puerta ya tenía delante una larga cola en la que figuraban todos aquellos que suponían que iba a ganar mucho dinero y les parecía justificado que antes le obligasen a rellenar una montaña de papeles y abonar una catarata de licencias.
Tantas fueron que se le quitaron las ganas. Un listo le sugirió que para otra ocasión se pusiera antes un kimono y se pintara la cara de amarillo.
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