No seré yo quien se oponga al desempeño de cualquier esfuerzo para salvar vidas humanas ni quien eluda la responsabilidad de evitar los desafueros de un sátrapa masacrando la colectividad a la que ha prometido servir.
Si hubiera estado en el Congreso, donde se han recolectado 336 votos en apoyo de las medidas adoptadas por nuestro país en el conflicto libio y hubiese tenido que expresar mi opinión, el voto 337 hubiera sido el mío.
Ahora bien, ello no quita para que pueda expresar mi extrañeza acerca del súbito ardor guerrero de nuestro presidente Zapatero llevado vertiginosamente a meterse en una conflagración a la que él elude con sumo tiento denominar con su verdadero nombre de guerra.
Toda guerra es la consecuencia ineludible del fracaso del diálogo y creo que en el orden internacional cuando dos pueblos se enfrentan o cuando algunos en grupo, como es este último caso, interfieren violentamente en la vida de otro es porque han agotado todos los recursos posibles, que en la práctica diplomática son numerosos, antes de llegar al uso de las armas.
Me parece recordar que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no se creó para autorizar la guerra sino para evitarla.
Y, por supuesto, opino que entre el estrechamiento de manos y la bofetada existe un largo camino abierto a manifestar recomendaciones, advertencias y posturas. Por eso no termino de explicarme cómo con el coronel Gadafi, recibido no ha mucho con todos los honores como cliente comprador y como amigo, se haya pasado sin transición de reírle las gracias a pegarle coscorrones.
Nos encontramos ya en el día después y empezamos a preguntarnos qué va a pasar ahora.
Las guerras son caras. ¿Cómo se va a abonar esta factura?...
La pregunta se apoya en el cómo y no en el quien. El quien es el de esta sufrida sociedad hispana que padece un 25 % por debajo del umbral de pobreza y en la que, sin embargo, existen treinta y cinco mil vehículos oficiales a los que hay que pagar la gasolina.
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