En estos días debuto como novelista, pero no es mi primera obra de ficción.
Creo que es sabido que procedo del mundo de una radio que, a falta de la inexistente tele, intentaba distraer a sus oyentes con producciones imaginativas. Estuve, pues, en el grupo de guionistas de aquellos años, hasta que terminé Periodismo y me dediqué a la información.
Desde los estudios centrales de las cadenas radiofónicas podían escucharse entonces las versiones sonoras de los guiones que escribían Antonio Calderón, Eduardo Vázquez, Sautier Casaseca, Mallorquí (el creador de “El Coyote” un personaje que, como el Zorro que hace poco interpretara nuestro Antonio Banderas, fue llevado repetidamente a la pantalla) y que continuaban desde las emisoras provinciales con producciones similares que en Sevilla se debían a la fértil imaginación de Rafael Santisteban, Agustin Embuena, Juan Bustos, Alfonso Contreras o Manuel Barrios.
El otro día estuve en la Facultad de Ciencias de la Información dando una conferencia en un curso de post grado. Cuando estimé que convenía como demostración de la teoría que estaba desarrollando mencionar el trabajo de estos recordados profesionales, de cuya lista aun permanece vivo el último de ellos, (y que sea por muchos años) mis alumnos pusieron ese rostro inexpresivo de los que oyen hablar en tagalo, idioma exótico que no tienen el menor interés en conocer.
No pude evitar que me invadiera una profunda decepción. Supongo que en la Facultad de Medicina se conocen no solo los descubrimientos de Ramón y Cajal y sir Alexander Fleming, sino los trabajos de Federico Rubio, la sabiduría en medicina interna de Andreu Urra, o la pericia de los doctores Vila, padre e hijo que han salvado tantas vidas de toreros, dicho sea como pinceladas al vuelo que sirvan para la comparación.
A ese sentimiento amargo me sucedió la inevitable pregunta sobre las causas de la marginación y el olvido a los que sometemos en esta ciudad a quienes en otros lugares recibirían el reconocimiento que merecen. La COPE, por ejemplo, se creó en Sevilla y por ella andan todavía algunos, ya poquísimos, de aquellos que con sus conocimientos técnicos, su pasión literaria o su dominio de la locución pusieron la argamasa de sus primeros ladrillos.
¿Quién los recuerda?... ¿En dónde desaparece su anonimato?...
Ya se que, cuando vuelva a las aulas universitarias si me llaman para otra charla parecida, me debo guardar mucho de mencionarles, si no quiero que mis ocasionales alumnos abran la boca y echen una ojeada al reloj con síntomas inequívocos de aburrimiento.
Y como uno, aunque en menor medida, formó parte del grupo de aquellos pioneros, parece que escucha como frase de epitafio: ¡Bah… los trastos viejos, pocos y lejos!.
2 comentarios:
Gracias Tocayo. Un abrazo
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