viernes, 13 de mayo de 2011

Tiembla la tierra bajo los pies.

Decirlo no me avergüenza. Los terremotos me producen pánico. Y no hablo de oídas. Tres seísmos importantes se alinean en mi recuerdo. Uno, en Granada. Los demás, en Sevilla.

Del terremoto que me pilló en la Ciudad de los Cármenes guardo la evidencia de la serenidad de los ciudadanos acostumbrados a esa debilidad de la madre tierra de entregarse al zapateado en la planta sótano. De los otros, algunas vivencias y comportamientos personales que me sorprendieron entonces y me siguen admirando hoy.

En Granada dormía, al filo ya de la madrugada que se desperezaba con los colores del alba, y lo hacía a pierna suelta en una habitación del Hotel Dauro tras una noche de intenso trabajo montando en los estudios Viprón un reportaje de televisión sobre las fiestas sevillanas de Primavera. El desplazamiento de la cama y un zumbido sordo como de tambores cubiertos con gamuza me despertaron sobresaltado. Serían las cinco, más o menos. Corrí al balcón. Me asomé a la calle y no vi a nadie. Tampoco los edificios mostraban excesivos huecos iluminados. Regresé al lecho sin poder darme una explicación coherente. La encontré por la mañana cuando, al dejar la llave, me preguntó el recepcionista ¿Le ha despertado el terremoto?... Así como quien alude a una molestia nocturna habitual. Colegí que de eso se trataba para él y sus conciudadanos: incomodidades que generalmente no alcanzaban ni la categoría de sobresaltos.

Pero, aunque yo sea andaluz y sepa que Andalucía por encontrarse situada en el Cinturón Transasiático, ha sufrido continuos terremotos, pero los de intensidad destructiva son muy esporádicos, me echo a temblar apenas se mueve una loseta.

Mas aun cuando las circunstancias se conjuran contra mi. Acababa de regresar de mi viaje de bodas cuando en los comienzos de Junio de 1964, desde Albolote la tierra se movió tanto que su temblor se sintió en Sevilla y la gente se asustó. Yo estaba de turno en Radio Nacional y el gobernador que era Utrera Molina me telefoneó personalmente para que interrumpiera de vez en cuando la programación con invocaciones a la calma y la tranquilidad.

Así lo hice. Pero con gran esfuerzo. El edificio de la calle San Pedro Martir donde teníamos los estudios estaba apuntalado por ruina. En esos días se ultimaba el traslado a la calle Marqués de Paradas. En los intervalos entre estas intervenciones me escondía precavido debajo de la mesa del locutorio y, de vez en vez, atisbaba temeroso las descarnadas bovedillas del rajado cielo raso.
¡Qué paradoja! Yo infundiendo confianza cuando no me llegaba la camisa al cuerpo.

La última situación medrosa la sufrí en la madrugada del 28 de febrero del sesenta y nueve. El capricho telúrico sacó a la calle a numerosos sevillanos a pesar de la hora intempestiva. Mi mujer se precipitó a las camitas donde dormían plácidamente mis tres hijos primeros (Antonio, el penúltimo, y la niña aun no habían nacido) y los cobijó bajo su cuerpo. Yo tuve una reacción absurda: mientras todo temblaba a mi alrededor me senté al filo de la cama y, pausadamente, me vestí por entero. Qué cosas.

Los expertos dicen que más de dos mil doscientos terremotos tienen su epicentro cada año en la Península Ibérica de los que solo veinticinco son lo suficientemente fuertes como para ser detectados por la población. Quiera Dios que el de la martirizada Lorca tarde mucho en volverse a repetir.

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